n el nuevo escenario de la administración Trump se identifican cinco áreas conflictivas en el campo migratorio: incremento en las deportaciones, el muro y los nuevos proyectos constructivos del presidente de Estados Unidos; serios problemas logísticos y humanitarios para México con respecto de la migración tránsito; un futuro nefasto en cuanto a nuevas leyes y prácticas migratorias punitivas, y un ataque sistemático a las instituciones y organizaciones que de un modo u otro apoyan a los migrantes, entre ellas las ciudades y universidades santuarios.
Este escenario catastrófico no es nuevo, paradójicamente ya lo hemos vivido, aunque en el pasado había contrapesos en ambas cámaras, una serie recursos legales que impedían la puesta en práctica de leyes y propuestas, personajes que moderaban y matizaban la situación y el músculo de la sociedad y las organizaciones civiles y religiosas que de manera puntual e intermitente han salido en defensa de los migrantes.
En realidad las propuestas de Donald Trump son más de lo mismo. Incluso se quedan cortas en algunos puntos con respecto de la proposición 187, la ley Sensenbrenner HR 4437 y la ley Arizona SB1070. ¿Cómo llegamos a esta situación, de que en Estados Unidos vivan y trabajen 10 millones de migrantes ilegales, cinco de ellos mexicanos? Muy simple. La regla del juego es la siguiente: está prohibido el ingreso, pero adentro te necesitan y te van a dar trabajo.
Es la construcción histórica, política y social de la migración ilegal, por una parte, y de la contratación legal, por otra. No es contradictorio, es el típico mecanismo del doble estándar, en el que la ley no es igual para todos.
Podemos prever dos escenarios: uno malo y otro catastrófico. El primero sería una acentuación de la política migratoria vigente durante el gobierno de Barack Obama, con énfasis en la deportación de los llamados criminales
radicados en el interior de Estados Unidos (procesados, pandilleros y personas que cometieron delitos o faltas menores); mayores penas a los migrantes irregulares reincidentes capturados en la frontera o en el interior; redadas en mercados de trabajo donde hay excedentes de mano de obra (trabajadores, jornaleros, esquineros
o day laborers, que no tienen trabajo fijo), y retorno forzado de familiares cuando se detiene o deporta al jefe o jefa de familia.
Durante el gobierno de Obama se deportaron a 2.8 millones de migrantes, un promedio de 350 mil por año. Más que el número, lo que importa señalar es el cambio entre los migrantes deportados en la frontera y los deportados desde el interior con una estancia larga. Además, en este periodo ingresaron a México medio millón de niños mexicano-estadunidenses que acompañaban a sus padres deportados, que deben añadirse a la corriente que viene de retorno.
Se estima que podría aumentar la cifra de deportados a unos 500 mil por año; todo depende de que se otorgue mayor presupuesto al sistema de justicia, se den más permisos para los centros de detención privados, se refuerce el número de funcionarios del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) que trabajan en el interior de Estados Unidos y se restablezca la disposición 287G de comunidades seguras
, que determina un convenio de colaboración e información entre las policías locales y los oficiales encargados de la deportación (ICE).
Un segundo escenario catastrófico de deportación masiva supondría elevar la cifra anual de deportados al doble, entre 700 mil y 900 mil. Incluso en este escenario no se podría acabar con el total de migrantes irregulares durante el primer periodo de la administración Trump.
Para que esto suceda sólo se requiere llevar a la práctica el decreto ejecutivo de Trump sobre seguridad interior, que califica de criminales a casi todos los migrantes, porque se considera delito portar una identificación o identidad falsa, algo que todos los migrantes irregulares hacen cotidianamente para poder trabajar.
Pero del dicho al hecho hay un presupuesto de por medio y se requiere, según la propuesta, contratar a 5 mil patrulleros fronterizos adicionales a los 21 mil ya existentes, y 10 mil oficiales de la migra (ICE) adicionales a los 5 mil que actualmente trabajan. Además de nombrar y capacitar a cientos de jueces e incrementar el número de cárceles o centros de detención.
Todo esto cuesta dinero, millones de dólares, para un programa que no tiene mucho sentido, porque la mayoría de esos trabajos sólo los realizan los inmigrantes irregulares y no hay remplazo posible. La bola queda en el lado del Congreso, que debe autorizar el dinero.