afé des Artistes. La dama vietnamita teclea sobre el cristal de su pantallita con cierta impaciencia. Se empina un último trago de coñac con desesperación. Globitos como de cómic encriptan la prontitud de sus palabras y emojis. Refleja su ansia en el espejo de la barra. Sería poco decir que se maquilla. Lo suyo los maquillistas lo llaman máscara. Sus labios son de un rojo que asusta. Los pómulos la agrandan una belleza lejana y fiera. Las flores a su lado son falsas, de plástico. Por eso no las toca.
Afuera, Invierno insulta con sus agujas a los transeúntes. Los hace abrigarse tanto que los desnuda de toda gracia y son bultos andando. Invierno ignora cualquier idioma que no sea el frío y las bufandas sirven para mordaza.
La dama vietnamita se levanta y su esbeltez se afila. Hunde las manos en unos largos guantes negros que le recorren los brazos casi hasta el codo. Se abriga con un fardo de lana negra, camina entre las mesas hacia la salida y se interna en Invierno con ojos de leopardo hambriento.
La Calle de los Mártires, la última calle de París
, tomada por el turismo desbocado y revolvente, se ahoga en los olvidos de las tiendas de recuerdos ahogadas en el olvido.
En Barbés el orden se desmadra, ingresa en otro orden de personas y el don de gentes se disuelve entre aromas de cardamomo, hachís y lavanda desdibujada por la penetrante resina oscura del Nilo.
O es Argelia la que grita y rompe el sitio con el alma desenvainada y ruge en cuerpo y banda a fuer de patchuli bastardo y carne del diablo. Al hablar, los argelinos empujan las palabras, te las echan encima.
Se vierten voces en cuatro o cinco dialectos de cuatro o cinco lenguas que a la legua se nota que son distintas, igual que las muchas telas estampadas en los colores del desierto y la memoria. Barbés sería Babel si la gente, unida, comprendiera que el habla no manda ni gobierna cuando la sangre vertida en la tierra originaria es la cuota infame para refugiarse bajo el concepto Europa
.
Viva el alma, grita el otro. Vivan los dioses del misterio. Yo qué sé qué es el destierro si ni Alá me une, ni Alá me llama, ni Alá me espanta. Pasan los israelitas rápido con los bigotes bailando. No será rabino el que no tire del ganglio de la Torá guardada. El cargador de Túnez tose y yo me guardo en mi bufanda. Uno de Argel duerme, los pies negros sobre laureles rojos en un comercio de semillas. La llaga en el habla, domingo en Bamako, perdón, París, fin de año a todo lo ancho, en las calles de un habla que anda entendiendo cualquier idioma, si alguno acaso.
Metro. Pocos metropolitanos
del mundo con la antigüedad y la prosapia literaria del Metro de París, red ingeniosa de pasadizos por el subsuelo similar a otras en urbes de pronóstico reservado. Londres y Nueva York refinaron la intensidad humana y la extensión de sus retículas, a tal grado que estos Metros los consideramos clásicos. También ciudades monstruos como Tokio y México trasladan buena parte de su población terrestre por el subsuelo y por rieles elevados (otra forma de ser subterráneo) con inevitables repercusiones novelísticas, cinematográficas, históricas, costumbristas y existenciales. Allí los humanos aprendemos a ser hormigas para movernos.
Pero ningún Metro le pone tanta crema a sus tacos como el parisino. O la crema se la ponemos los demás por culpa de Cortázar y sus artes combinatorias, o la niña Zazie de Queneau descubriéndonos el ritmo de la comedia humana cuando no hay servicio de Metro y la ciudad surrealista se ríe.
En una ciudad de primer rango en el rating mundial de las atracciones, resultan inocultables los rostros y los efectos de la inmigración, entendida como integración a Francia por las buenas o las malas de miles de familias e individuos procedentes de las viejas colonias, de países bajo las bombas poscoloniales en Medio Oriente o a salto de mata en la África dura. La fluidez parisina y su buen gusto fueron financiados por siglos de expoliación en los demás continentes. Surcar hoy su telaraña de túneles, vagones, bandas móviles, escalinatas, puentes y convergencias permite presenciar uno de los espectáculos de humanidad más hermosos y vibrantes. Rostros, inacabables voces, combinaciones aleatorias de los mestizajes. Todos son El Otro. Si bien los franceses inventaron entre otras cosas el chovinismo y el exotismo, aquí todos somos pasajeros.