n la entrega anterior se trató el peculiar origen de la Constitución de 1917 y quedaron en el tintero dos preguntas: ¿a qué obedece la proliferación de reformas? y ¿la Constitución es una ley de razón?
Para responder esas interrogantes recordemos que, tratándose de la libertad, Baruch Spinoza, en su Tratado teológico político, introduce en la discusión un problema capital de la filosofía moderna, que parte de la creencia de que el esclavo actúa cumpliendo órdenes y el hombre libre se conduce según su capricho. El autor afirma que tal aseveración no es absoluta, pues ser cautivo del propio deseo se convierte en la peor esclavitud, pues la libertad únicamente la obtiene el que voluntariamente vive según el dictado de la razón.
Bajo esa lógica, cómo puede conciliarse la exigencia de independencia, que parece fundar la libertad, con la necesidad de sometimiento a otro, particularmente a la ley suprema de un Estado.
¿Hay una forma posible de obediencia política que sea compatible con la libertad? Para Spinoza, la obediencia a las leyes del Estado democrático, lejos de ser esclavitud, es lo que hace posible la verdadera libertad, en la medida en que se obedezca por razón a una ley de razón.
Si el Estado democrático parece un modelo de libertad y de obediencia positiva porque se funda en leyes razonables y justas, ¿cómo podemos estar seguros de la justeza y de la justicia de esas leyes?
El autor afirma que se logra cuando se respetan los preceptos de la razón, en cuanto la razón posea la evidencia de lo bueno; cuando se busca la felicidad de los súbditos, léase los ciudadanos; y cuando se fomenta la libertad del pueblo y la voluntad general. En otras palabras, cuando se expresa el alma común que manifiesta la adhesión de todos al Estado.
¿Cómo estar seguro de que las leyes y sus autores, en este caso nuestra Constitución y los constituyentes, tuvieron como finalidad la salvación de todo un pueblo y no de intereses particulares ocultos? ¿Cómo formar el sentido crítico del ciudadano para que pueda estar seguro de la justicia de una ley suprema? ¿Cómo tener certeza de que la obediencia que se nos impone cuando nos falta razón busca nuestra utilidad y no la de aquellos que nos hacen obedecer?
El problema parece difícil de resolver.
Contradictoriamente partimos de una ausencia de razón que haga necesaria la obediencia a la ley suprema, y a la par, requerimos la presencia de la razón si se quiere verificar la legitimidad de la orden expresada. Debe, pues, afirmarse que la razón humana está invariablemente como posibilidad, pero no siempre es eficaz. Cuando obedezco la ley es porque, solo, no tendría la voluntad de actuar de una forma diferente, pero mi razón siempre está presente para juzgar acerca de la justicia de la ley suprema a la que obedezco. Lo mismo ocurre con el niño que obedece a sus padres. Solo no podría actuar razonablemente, pero en el fondo sabe bien o lo sabrá más tarde, si la obediencia es justa o no.
Acorde a tales razonamientos, la Carta Magna es una ley de razón. Los motivos son múltiples. La Constitución de 1917 recoge los principios políticos fundamentales de la carta de 1857 que correspondían a la doctrina del estado liberal de derecho: protección de derechos humanos en su aspecto individual; el principio de soberanía nacional; las modalidades de su forma de gobierno y de Estado: división de poderes y sistema federal. Cobra también relevancia el llamado constitucionalismo social, según el cual la ley fundamental no se limita a establecer las bases de la organización política de los estados y a reconocer y proteger los derechos humanos, sino que agrega el valor de los derechos sociales y forja las bases del sistema económico. Mención especial ameritan los derechos de los campesinos y de los trabajadores.
La Constitución de 1917 ha tenido un momento fundamental en su vida normativa que marca un antes y un después. El 10 de junio de 2011 se publicó en el Diario Oficial de la Federación la más trascendental enmienda constitucional en materia de derechos humanos. Si alguna comparación pudiera hacerse, esta reforma es posible equipararla al momento en que en 1917 el texto de nuestro ordenamiento jurídico incorporó por primera vez los derechos sociales.
Con dicha reforma se sustituyó el concepto de garantías individuales por el de derechos humanos. Adicionó los derechos contenidos en los tratados internacionales en derechos humanos. Destaca también que el constituyente permanente ofreció una cláusula de interpretación de tales derechos al mencionar que las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia, favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia. Igualmente consagró la obligación del Estado mexicano de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos.
El diseño de nuestra Constitución es vanguardista desde su creación, pues define los anhelos y ambiciones de la colectividad en la construcción del bienestar personal y social, pero sobre todo en la edificación de una democracia moderna, liberal y garantista.
No queda duda que tantas modificaciones dan cuenta de fallas metodológicas y de carencia de sistematización que obligan a una reingeniería constitucional; sin embargo, paradójicamente, la proliferación de reformas ha ampliado el espectro de derechos.
Como afirma el investigador Miguel Carbonell: la Constitución, corta o larga, general o detallista, llegó a la historia del país para quedarse.
Finalmente, los retos para considerarla una ley de razón son enormes, ya que, como sabemos, el solo texto constitucional no garantiza que se implemente en toda su extensión, pues implica un trabajo arduo y conjunto el hacer realidad lo que la misma garantiza.
Pese a todo, vale la pena conmemorar el centenario de la Ley Suprema, ley de razón.
*Magistrada federal y académica universitaria