Constitución rezagada
i votaste, no te quejes”, decía una maestra que comulgaba poco con las ruedas de molino del sistema de partidos y las artimañas seudodemocratizantes de la democracia nominal a costa de una sociedad manipulada y explotada. Han transcurrido varias décadas y las animadversiones de aquella educadora –enseñar a descreer de lo establecido– adquieren hoy mayor consistencia, más que contra la democracia contra los falsos demócratas, negociantes de la política y legisladores oportunistas y sobrepagados al servicio de intereses en contra de la ciudadanía.
Se pueden escribir muchos libros sobre el papel que ha jugado y juega el derecho como instrumento de poder y coto de privilegios de los dueños del sistema y sus cómplices, aunque la letra y el espíritu de las leyes pretendan evitarlo. El problema de fondo reside, antes que en derogar o reformar una constitución, en la mayor o menor capacidad de gobernantes y gobernados para, juntos, cumplir y hacer cumplir la existente, todos los días y a todos los niveles, sin excepción. Hoy celebramos el centenario de esa incapacidad.
Al atraso de leyes y códigos se añade la falta de sensibilidad social de nuestros inefables legisladores, representantes espurios de sus esperanzados electores; el deliberado rezago legal ante el mundo real y la exhortación a proteger la dignidad de la vida al tiempo que se omite el derecho irrenunciable a la dignidad de la muerte, complemento de aquélla. Nos sigue faltando una legislación menos demagógica para una realidad más deshumanizada pero sobrada de ciencia y tecnología autorreguladas.
En la Constitución para CDMX un solo artículo enuncia, con timidez, el derecho de los habitantes de esta ciudad, no de los estados, a tener una muerte digna sin agregar más ni aludir a los graves problemas emocionales, familiares, económicos e institucionales que entraña prolongar una vida degradada y sin esperanza de cura hasta que Dios o el ego médico quieran. No se trata de asesinar
al enfermo en condiciones insoportables para él y su familia; se trataba de consignar el respeto a la libre decisión de aquél si su deseo es terminar con esa situación o a la de sus familiares, si el paciente no cuenta con el burocratizado documento de voluntad anticipada. Pero entre la Constitución de 1857 y las convenencieras reformas de las relaciones Iglesia-Estado del salinato, desandamos lo que habíamos andado.