El faro opacado
onald Trump ha llevado al país al precipicio de una crisis constitucional sin precedente en la era moderna, y al mundo al borde de un nuevo desorden internacional, mientras se desata el debate sobre qué es lo que está sucediendo.
En dos semanas, cualquier imagen –tanto real como de propaganda oficial– de que este país goza de un orden democrático estable se ha deteriorado. Ese mito oficial, de que este país es un faro
de libertad y democracia para el mundo, requiere modificaciones. Dos semanas después de la llegada de Trump al poder, ese faro se está apagando; algunos temen que está casi fundido.
Pero nadie sabe bien a bien cómo definir esto. Hay un incesante debate sobre si Trump y su gobierno son un régimen neofascista (¿que tiene de neo?) o si es nada más fascistoide neoliberal, o si es nada más nacionalista autoritario (¿se puede ser nacionalista en un imperio?), o posiblemente totalitario, o, para dejarlo más ambiguo, antidemocrático.
Después de que el viernes pasado un juez federal en Seattle suspendió de manera temporal la orden ejecutiva antimusulmana de Trump, el sábado temprano el presidente declaró en un tuit que un dizque juez
había emitido un fallo ridículo
vulnerando la seguridad.
Un presidente puede expresar su desacuerdo con una decisión judicial, pero no puede descalificar una orden judicial o a un juez federal. Expertos y abogados se alarmaron porque Trump estaba a punto de provocar una crisis constitucional; sólo necesitaba declarar que su gobierno no acataría la orden judicial.
El veterano senador Patrick Leahy, del Comité Judicial, declaró el mismo sábado con alarma que la hostilidad del presidente al estado de derecho no sólo es vergonzosa, sino peligrosa
.
El presidente parece estar impartiendo una clase maestra de transformar Estados Unidos en una dictadura
, escribió el abogado y comentarista Dean Obeidaliah en CNN.
Varios observadores han indicado que Trump cuestiona sistemáticamente la legitimidad de diversos actores institucionales, desde los grandes medios y amplias partes de la burocracia federal, incluidas las agencias de inteligencia, y ahora, el Poder Judicial. Algunos argumentan que es un actor de reality show, otros que es un niño que finalmente será controlado por los adultos a su alrededor, pero otros temen que haya una lógica dentro de toda esta locura.
Para estos últimos, el verdadero poder detrás del trono es Steve Bannon (la revista Time le dedicó su más reciente portada con el titular de El segundo hombre más poderoso del mundo
), el estratega
oficial e íntimo asesor presidencial que ha concentrado cada vez más poder en los primeros 15 días de este régimen.
Bannon, quien tiene toda la facha de un Rasputin moderno –que incluye un tipo de chamarra-abrigo arrugado marca Barbour–, siempre se ha identificado como un revolucionario
populista y fue famosa su declaración al periodista Ronald Radosh del Daily Beast en 2013: soy un leninista
. Explicó que Lenin deseaba destruir al Estado y “ese es mi objetivo también; quiero que todo se venga abajo, y destruir todo el establishment de hoy día”, incluyendo la cúpula política de ambos partidos. Tanto Bannon como su jefe emplean las palabras revolución
y movimiento
, y él habla de un movimiento populista de derecha
que, queda claro, es más bien algo así como un movimiento nacionalista racista y antimigrante.
Mucho de esto se expresa claramente en las primeras acciones del gobierno de Trump. Más allá de desordenar a Washington y al mundo, es evidente una lógica aterradora –por su magnitud y franqueza– antimigrante y racista. Las primeras órdenes ejecutivas lo dejan claro: el objetivo es expulsar a todo inmigrante y refugiado de color
(como dicen aquí), sobre todo mexicanos, musulmanes y centroamericanos. La orden ejecutiva sobre inmigrantes ilegales ofrece una definición tan amplia de quién es prioridad
para echar del país, que algunos cálculos de abogados indican que de inmediato están en riesgo hasta 8 millones de los 11 millones de indocumentados en total, reporta el diario Los Angeles Times. Algunos indican que el propósito es –junto con posibles redadas y otras acciones dramáticas contra las comunidades inmigrantes más vulnerables– hacerles la vida intolerable, alimentar al máximo el temor y promover lo que se llama la autodeportación
masiva.
Los inmigrantes latinoamericanos, los musulmanes y otros de color
son amenazas reales no por lo que este gobierno dice de que son criminales o terroristas potenciales, sino porque son el futuro del país. Es un país que ya no es definido por blancos y cristianos. En gran medida, Trump representa el último grito de una sociedad que está por desaparecer, un país que dentro de una generación dejará de tener mayoría blanca.
Por otro lado, pero parte de esta lógica del régimen, hay un constante ataque a los periodistas y los medios, y noticias ominosas sobre preparativos para suprimir no sólo la libre expresión en los medios, sino en todo tipo de protestas en las calles. Esto empieza a sentirse como una película con un guión basado en los diversos experimentos derechistas represivos en Europa y América Latina durante las últimas décadas.
Ante todo esto, continúa la respuesta de resistencia sin precedente en los inicios de una presidencia. Sólo en estos últimos días, miles de activistas gays se manifiestan afuera del histórico bar Stonewall, en Nueva York, no sólo en defensa de sus derechos, sino en solidaridad con inmigrantes y musulmanes. Judíos ultraortodoxos de la secta Hasidim expresan su solidaridad con sus vecinos
de Yemen en Brooklyn; el amplio frente antixenófobo se expresa en varias esquinas del país con marchas y reuniones entre la comunidad musulmana y los inmigrantes mexicanos y otros latinoamericanos. Ni hablar de las mujeres, de artistas, de afroestadunidenses que marchan junto a inmigrantes con banderas mexicanas. Estas imágenes son muy novedosas, hasta sorprendentes.
Son el foco que requiere el faro.