Opinión
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Trump y su autodestrucción
S

e comienza a discutir con cierta pasión cuál podría ser el fin (o el final) de un personaje como Donald Trump, quien, en estas tres semanas de poder, ha puesto de cabeza o se propone poner de cabeza a todos los modos de hacer política ya arraigados, en su país o en otros países. Precisamente aquellos modos que son parte de su armazón político normal, y que sacados de su ámbito habitual ponen en vilo su papel estructural. O, dicho de manera más directa, son capaces, bajo las órdenes de Trump, de desquiciar economía, las reglas elementales de la política y la diplomacia, ojalá no en próximo futuro ciertas normas y valores que han impedido nuevos holocaustos nucleares que cada vez serían más graves. Pero no exagero: un hombre con tales odios raciales y vanidades anidados en el corazón sería sin duda capaz de oprimir un botón nuclear de esos que los presidentes de Estados Unidos tienen siempre a la mano por si es necesario…

Los extremos de la explicación, ante caso tan insólito, se mueven entre varios argumentos. Para algunos, tal vez con plena razón, se trata de un sicópata profundo que, incluso por la nueva función que desempeña, está llamado a profundizar su sicosis (¿esquizofrenia?, ¿delirio persecutorio?, ¿narcisismo maligno?). Pero no se trata, sino de pasada, de referirnos al aspecto sicológico del personaje, de lo que se trata más bien es de razonar los efectos reales, en el plano de la política y de las relaciones internacionales, de algunas de las órdenes ejecutivas dictadas en estos cuantos días desde la Casa Blanca, y de evaluar sus posibles consecuencias. En lo interno y en lo externo, desde luego, es decir, sus mandatos racistas al menos contra siete países musulmanes, que tendrán implicaciones más amplias fuera de su país y en el próximo futuro, y que guardan aspectos también profundamente divisorios de las familias, adentro y afuera. O sobre el muro que, dice él, protegerá a México y a Estados Unidos, siendo que muros análogos han sido ya juzgados contrarios a los derechos humanos más elementales y a la dignidad de las poblaciones donde se erigen.

En síntesis, las órdenes ejecutivas de Donald Trump desde que tomó el poder, oficializan la salida de Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico, retoman el proyecto del oleoducto Keystone X, que Barack Obama vetó en su oportunidad y, por supuesto, la construcción de un muro fronterizo con México, destruyendo además cuanto antes el Obamacare, el sistema de salud realmente amplio y en beneficio de muchos pobres establecido por el anterior presidente.

Naturalmente, la pregunta que ya flota abundante no sólo entre privados, sino en la clase política estadunidense es la siguiente: ¿Donald Trump está tratando de gobernar por impulsos, por caprichos, sin duda por recompensas personales, incluso tal vez por venganza o enemistades de muchos años, por decretos, como si hubiera sido elegido dictador? Pero resulta que el procedimiento arbitrario de Trump no funciona y que la máquina está ya dando muestras de descarrilar…

Hay que decir que también se ha mencionado aquí y allá, pero con frecuencia en Estados Unidos, la posibilidad del impeachment contra Trump (o juicio político) para destituirlo, porque parece la única manera de frenarlo, cosa en la cual incluso muchos republicanos parecen estar de acuerdo, ya que el hombre es siquiátricamente incapaz de entender si algo es legal o no. La idea de la destitución avanza porque resulta evidente que Trump no es apto para la presidencia y son demasiados y muy graves sus actos anticonstitucionales. Una por una, Trump ha firmado órdenes que no han sido revisadas por juristas, ni por expertos gubernamentales ni por responsables políticos, y mucho menos han sido materia de una elaboración o planificación meditada.

Muchas veces y casi de inmediato Trump se ha visto obligado a dar marcha atrás en sus caprichos por una combinación de presión política y legal, que resulta irresistible. Y por la realidad misma. A diferencia de muchas de las dictaduras que tanto admira Trump, la compleja red de medidas constitucionales legales y políticas que actúan en Estados Unidos funcionan en alguna medida hasta en contra del actual presidente Donald Trump.

Por lo demás, debe tomarse en cuenta el peso que conserva el aparato judicial interno de Estados Unidos, que se muestra cuando el gobierno federal declara por ejemplo que va a restaurar el derecho de viajar a Estados Unidos y que acatará el freno temporal que dictó el juez de Seattle James Robart, para frenar la prohibición de Trump de viajes a Estados Unidos, por parte de los habitantes de siete estados musulmanes. El mismo sábado, el Departamento de Estado declaró que había cancelado la revocación de visas de ciudadanos de esos países, y que esas visas deberían considerarse plenamente válidas a pesar de la orden ejecutiva del presidente. El mismo criterio fue seguido por el Home Land Security Department, especificando que cumpliría con la instrucción del juez Robart.

En la prensa mundial se dice, con razón, que el problema inmediato es que Donald Trump ha entrado en la Casa Blanca como chivo en cristalería, que está destruyendo estatus y formas establecidas y con buena reputación precisamente para proteger a las instituciones y a sus eventuales excesos, para garantizar los tratados multilaterales que han soportado muchas veces al mundo desde 1945, con los problemas tal como los conocemos. Hasta hace poco parecíamos cansados, hartos ya del papel hegemónico global de Estados Unidos y hoy, tras este giro copernicano, observamos que el mismo Estados Unidos se convierte en el principal factor de incertidumbre internacional. Un millonario prepotente y lunático, que ignora también lo que cree saber, opera convencido de que tiene el mandato para producir un cambio destructivo del comercio mundial y de la geopolítica, y de los acuerdos internacionales. Tal vez sea lo contrario y, por lo pronto, parece sobre todo el mejor camino hacia la autodestrucción. Francamente ojalá así sea, y cuanto antes.