o es equivocado afir-mar que Donald Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos colgado de la franquicia del Partido Republicano. Como hombre de negocios, experto en las artes del engaño y una capacidad histriónica innata para el espectáculo, logró seducir primero a los miembros de esa organización política en las elecciones primarias, y después a casi la mitad de los votantes estadunidenses para llegar a la primera magistratura de ese país. Aunque paulatinamente se ha establecido que no representa a la ideología ni a la base conservadora de ese partido, ha logrado el apoyo del liderazgo republicano, debido no a sus aciertos, sino a la necesidad enfermiza de borrar el legado del odiado
Barack Obama. Pero lo que a fin de cuentas prevalece en el pensamiento político de Trump, si es que existe, es: primero él y después él.
En forma atropellada y sin planeación alguna, continúa tratando de cumplir con algunas de las desmesuradas promesas que hizo durante su campaña. Desde que juró como presidente ha firmado decretos –órdenes ejecutivas y memorandos– mediante los que agrede el sentido común, la convivencia social y a millones de personas. Entre ellas, la destinada a construir el muro entre México y Estados Unidos, así como la que impone el veto para que los ciudadanos de siete países musulmanes entren a territorio estadunidense; la que ordena continuar con la construcción de un oleoducto entre Canadá y Texas, sin importar el daño al medio ambiente de algunas de las regiones por las que atraviesa ni la violación de sitios considerados sagrados por las tribus que los habitan. Y, por supuesto, la que restringe los fondos destinados a la reforma de salud que beneficia a millones de personas de escasos recursos.
No obstante, su compulsión por destruir lo que con esfuerzos y durante años ha costado edificar ha topado con una realidad: un cuerpo de normas legales que le ha impedido, hasta ahora, concretar sus más desaforadas ocurrencias. La compleja estructura en la que está cimentada la democracia estadunidense ha sido un impedimento real para que este moderno Atila haga lo que se le venga en gana.
Su errático comportamiento ya ha traspasado las fronteras de su país. Sus formas en el trato con otros jefes de Estado son igualmente abruptas y groseras. El que debiera ser un diálogo entre él y sus contrapartes de otras naciones se ha reducido a un monólogo de telegramas electrónicos mediante los que les informa sobre sus ocurrencias y los amenaza. Da la impresión de que para él la diplomacia es un accesorio inútil que se agota en bravuconadas. En sus primeros días de presidente, ha tenido disputas y altercados con los gobiernos de México, Australia, Irán e incluso Rusia. Ha discrepado seriamente en cuestiones migratorias y de seguridad con Alemania y Gran Bretaña, así como sobre el papel estratégico que para esas y otras naciones europeas tiene la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Ha causado zozobra en todo el mundo al prohibir de un plumazo la entrada a Estados Unidos a los ciudadanos de siete naciones islámicas, ignorando que muchos de ellos son residentes del país e incluso son ciudadanos estadunidenses por naturalización.
Han sido siete días de confusión e incertidumbre que, como bien se ha dicho, Trump mal entendió el mandato de quienes votaron por el cambio; él lo ha confundido con un mandato por el caos
.
Dos notas de alivio en este cúmulo de malas noticias: entre los miembros del partido que lo postuló ya hay preocupación por su proceder y tal vez logren, al menos parcialmente, detener sus desaciertos cotidianos; cada vez más ciudadanos se organizan para formar una gran coalición que coarte, ya no digamos su relección dentro de cuatro años, sino, ahora mismo, sus arbitrarias decisiones en perjuicio de la dignidad, los derechos y el bienestar de millones de ciudadanos.