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Beaubourg: museo de arte y fiesta
L

os habitantes de París son meticulosos hasta la manía cuando se trata de modificar la mínima parcela del paisaje urbano. Las polémicas estallan a cada proyecto, a veces más bien trivial, no se diga cuando se trata de la construcción de un museo. Tienen acaso razón tanto los conservadores, quienes, deseosos de preservar su memoria y su historia, no desean alterar un ápice de la ciudad y defienden cada edificio, jardín, farol o estatua, como los evolucionistas que buscan mantener vivaz la ciudad con cambios indispensable para evitar su petrificación, convertida en su propio museo y mausoleo.

En 1969, año de su entrada al Elysée, el presidente Georges Pompidou decide poner en marcha un proyecto, o más bien un sueño compartido con su mujer Claude Pompidou, ambos apasionados admiradores del arte contemporáneo.

Modernizador, Pompidou no teme la innovación. Al contrario, busca la originalidad. A partir de un verdadero amor por el arte moderno, decide construir un Centro nacional de arte y cultura, hoy llamado con su nombre y familiarmente conocido como Beaubourg.

El objetivo de este proyecto es poner el arte contemporáneo al alcance de todos, facilitando su acceso y procurando el aprendizaje y el diálogo reflexivo sobre la obra moderna. Se trata también de renovarse para no dejar el monopolio del arte contemporáneo a Nueva York. Volver a hacer de Francia la capital mundial de la cultura.

Para erigir el edificio, se escoge un islote insalubre en el mero centro de París, lo cual da lugar a las primeras protestas por los vecinos apegados a su vieja arquitectura. Y, desde luego, la polémica va a tomar toda su amplitud nacional cuando se conoce el proyecto decidido por concurso abierto a todos sin distinción de nacionalidad o edad, recursos.

Los ganadores, Renzo Piano, Richard Rogers y Gianfranco Franchini, presentaron un proyecto que rebasaba cualquier esperanza de innovación y originalidad: un cuerpo vuelto al revés, del cual se verían las entrañas antes de la piel. La tubería sanguínea, respiratoria o intestinal queda a la vista. Grandes tubos de colores contienen canales de desagüe, elevadores, cables eléctricos. Todo para dejar libres los cien mil metros cuadrados de construcción al Centro, donde se acogería la pintura contemporánea, una biblioteca (ahí pude leer las dos magistrales novelas de Martín Luis Guzmán en sus ediciones originales) abierta a todo mundo sin necesidad de identificación, aprendizaje de lenguas con métodos audiovisuales, salas de cine, talleres de artes y literatura para niños y adultos, festivales diversos, el taller de Brancusi e, incluso, a la gastronomía con su magnífico restaurante que se extiende de un amplio interior a la terraza del sexto y último piso y al cual se accede por la escalera eléctrica en zigzag. Subir por ella es un verdadero espectáculo: a medida que uno se eleva, la visión cambia, las personas de la explanada van disminuyendo hasta perderse y los techos de París, con sus chimeneas, aparecen en el horizonte. En un edificio aledaño se acoge a la música frente a la fuente con las obras regocijantes de Tinguely y Saint-Phalle.

A la muerte de Pompidou, tres años antes de la inauguración del Centro en 1976, Chirac, primer ministro, batalló contra el presidente Giscard, quien deseaba parar el proyecto. Sin embargo, estructuras y escalinatas fueron imitadas en las renovaciones de museos como Orsay y el mismo Louvre.

Es curioso notar que Beaubourg como el nuevo Louvre fueron inspirados por mujeres: Claude Pompidou por su pasión del arte contemporáneo, Anne Pingeot, amiga de Mitterrand, contribuyó con sus sugerencias al proyecto del arquitecto Pei.

El éxito del Centro es confirmado año tras año por sus millones de visitantes (más de tres en 2016), así como por la creación de un Beaubourg móvil y una sucursal en Málaga. De la inolvidable exposición Les magiciens de la terre dieron acaso a Chirac la idea de su museo dedicado a las culturas primeras.