primera vista, la vida de los cafés en París parece la misma. Sin embargo, la variedad de la clientela, para no decir la fauna, da una identidad particular a cada uno de estos establecimientos. El iniciado sabe que cambiar de bistró es como cambiar de una ciudad a otra. No se trata sólo de ligeros matices, de leves características diferentes. Se trata de un estilo de vida.
Roland Topor me decía, con su humor profundo capaz de hacer reír y reflexionar al mismo tiempo, que para pasar de la rive droite a la rive gauche del Sena en la capital se necesita un pasaporte. En efecto, las diferencias son tantas como entre Las Lomas y Tepito en la ciudad de México. Nada más que París es una urbe pequeña, con un diámetro menor a los 10 kilómetros, con la particularidad de ser todavía una ciudad donde el peatón puede pasearse. Y un paseante observador, a diferencia del automovilista, quien no puede darse el lujo de contemplar vitrinas, el interior de un café o de una galería de arte, puede saborear durante su caminata la gama de los productos expuestos, el abanico de actitudes y conductas de las personas que pueblan cada barrio, cada calle, cada café-bar.
Hay calles lujosas y calles populares. Avenidas tan célebres como Les Champs-Elysées y callejones tan secretos que parecen pasadizos entre muros. Calles donde se exhiben vajillas y otras cuyos escaparates ofrecen todo tipo de plumas para escribir. Bulevares de muebles o abrigos de piel. De vestidos para gustos tan disímiles como son los de una adolescente y una anciana, una millonaria y una persona sin recursos.
Pero todas estas calles, avenidas, bulevares, paseos, tienen un denominador común: cada una de sus cuadras posee al menos un café, así se trate del callejón más perdido del laberinto. Y cada café tiene su clientela y su estilo de vida. Sus aventuras, sus avatares y sus peripecias.
La vida de los cafés en París es uno de los pilares de la vida parisiense. No existe un habitante de esta ciudad que no frecuente, a una hora u otra, un día al mes o a diario, viejo o joven, hombre o mujer, obrero o burócrata, doctor o portera, alguno de estos establecimientos. Pero no entra al azar en cualquiera de estos comercios tan populares como tradicionales. El parisiense posee un sexto sentido, un extraño instinto, que lo guía en su elección y lo conduce como el destino al café que le corresponde.
Un clochard no entrará ni de casualidad en un comercio frecuentado por coquetas a la moda u hombres de corbata. Los estudiantes de música no van a los mismos sitios que los jóvenes con vocación médica. Ni los trabajadores de los mercados ambulantes pasarán el umbral del bistró donde el costo de un café es muy alto.
Así, en el barrio de La Maub donde vivo, cada establecimiento tiene su clientela. El bistró más grande, situado en la plaza frente a su pequeña fuente, es frecuentado del amanecer, cinco de la mañana, a la madrugada, dos de la mañana, hora de cierre obligatoria si no se tiene un permiso oficial tan difícil de obtener como caro.
Gran parte de sus clientes son turistas; la plaza no está lejos de Notre-Dame, visitada a diario por centenas de personas. Desde luego, cierta población del barrio también aterriza en sus terrazas o en su interior. Pero se trata de una población anónima, sin características peculiares, que parece tan de paso como los turistas con quienes tiene una misteriosa simbiosis.
Cerca, pequeño, Le Maubert posee un espíritu de familia que une a personas de edad, un viejito muy elegante con bastón y sombrero, jóvenes estudiantes de música, jugadores de cartas. El patrón ha logrado crear un ambiente donde reina un humor festivo.
Paradójicamente, los parisienses, tan individualistas y solitarios, parecen tener necesidad de encontrarse entre ellos, sea para observarse de arriba abajo o entablar un intercambio de opiniones que puede llegar a la pasión. Acaso a todo esto se debe el apogeo de los cafés, tan reveladores de la vida en París.