andalismo y protesta social son dos fenómenos distintos. El primero es para producir caos y la segunda para expresar inconformidad con determinadas políticas. No deben confundirse: el vandalismo es provocado por quienes buscan motivos para reprimir a los pobres (no se conocen actos vandálicos de hijos o nietos de Carlos Slim o de Alberto Bailléres) y la protesta social es de esos mismos pobres o sus parientes y, además, de amplios sectores de las clases medias depauperadas por la repercusión del aumento de los precios de los combustibles en la vida cotidiana, alimentos y transporte en primer lugar. Con los actos vandálicos se trata de infundir miedo entre la población y, obviamente, de justificar
la represión vía penalización de actos que claramente y sin excusas son ilegales. ¿Qué porcentaje de los vándalos que roban electrodomésticos y no comida son detenidos y cuántos de ellos no son liberados al día siguiente? El truco de promover vandalismo en paralelo con las protestas sociales auténticas es viejo y bien conocido, por lo menos desde 1968. La mayoría de las veces los provocadores son infiltrados o enviados directamente por fuerzas gubernamentales y/o políticos inescrupulosos (que son la generalidad). Otra cosa, me adelanto a decir, es el vandalismo ocurrido en medio de catástrofes como terremotos, inundaciones, etcétera, que hemos visto por igual en países altamente desarrollados y en los del tercer mundo; en estos casos se trata de vivales que aprovechan la desgracia ajena y la confusión para robar.
Los actos vandálicos que se han observado en estos días son parte de un engaño complementario a lo que de verdad se trata de ocultar (sin éxito) con los mal justificados aumentos a los precios de combustibles y tarifas eléctricas. Engañan quienes dicen que las alzas no repercuten en la economía familiar porque la mayoría de la población no tiene automóvil. Ya subieron los precios de muchos productos y del transporte, no es una hipótesis. Tal engaño es equivalente a decir que la devaluación del peso no afecta a los pobres, pues estos no compran dólares. Las devaluaciones y los aumentos de precios afectan no sólo a la macroeconomía, sino al gasto diario de la mayoría de las personas. Por algo se ha calculado que el crecimiento económico para este año será menor al de 2016. Los mexicanos hemos sufrido, desde hace alrededor de 30 años (o más), pérdida del poder adquisitivo de nuestros salarios y disminución de expectativas de realización personal, mientras los muy ricos se hacen más ricos cada año (concentración de la riqueza, dicen los economistas). Incluso con información oficial es fácil demostrar que el número de pobres e indigentes ha aumentado en México y otros países en los años recientes y los culpables son inocultables: los gobiernos que utilizan su poder para favorecer a unos cuantos a costa de la condición de las mayorías mediante políticas económicas y sociales.
No han faltado los que dicen que el gasolinazo es producto de la estupidez de los gobernantes. Pero no es así. Ciertamente hay incompetencia entre ellos, comenzando por quien se sienta en la silla más importante del país (como diría la gran Meryl Streep), pero en realidad es un acto deliberado y calculado en la lógica electoral, pues la apuesta de quienes fijan los precios, los impuestos y los subsidios (cuando los hay) es que la situación presente es como una tormenta que será sucedida por la calma y que para 2018 ya habrá sido olvidada ya que, como todo mundo sabe, la protesta social no puede mantenerse indefinidamente y menos si es en buena medida espontánea, sin dirección política bien definida y desorganizada.
Como ha ocurrido en el pasado, después de una fuerte devaluación (por ejemplo) mucha gente protesta y sufre las consecuencias en medio de la ira; con el tiempo todos, hasta los más afectados, buscan adecuarse y la forma de sobrevivir a pesar del golpe. Así ha sido y esto lo saben bien quienes dirigen la política económica del país y sus socios o cómplices empresariales. Quedará en la memoria, sin duda, pero la vida tiene que continuar a pesar de los pesares y del cambio en las condiciones de muchos. Con alzas o sin ellas en los precios del transporte la gente tendrá que ir a trabajar o a la escuela, así como comer, vestirse y cubrir otras necesidades. Al final, las crisis prolongadas tienen la virtud
de propiciar el conformismo al igual que el individualismo, pues todas (sobre todo las de larga duración) son como un naufragio: cada quien buscará salvarse como pueda, en ocasiones a costa de los demás (individualismo).
Quizá un partido o una alianza de oposición puedan convertir la inconformidad manifiesta en el presente en una fuerza electoral que en el futuro no sólo cambie de gobernantes, sino de régimen político y social. Así como los actuales gobernantes han calculado que para 2018 las aguas retornarán a su cauce original, la oposición debería buscar todos los mecanismos legales y a su alcance para mantener encendido el fuego de la inconformidad para que esas mayorías ahora castigadas no cometan, otra vez, el error de votar por quienes más las han perjudicado. No es tarea fácil, pero sí posible (como lo ha anticipado ya la Oficina del Director Nacional de Inteligencia de Estados Unidos). Se trata de mantener viva la protesta social, que está más que justificada, y deslindarla a como dé lugar del vandalismo, con el que se trata de desacreditarla.