a figura peculiar de Florence Foster Jenkins ha ganado tal culto que, desde 2015, tres películas se han hecho sobre su vida. La primera fue la francesa Marguerite, de Xavier Giannoli, una versión libre. La segunda es la biopic de Stephen Frears del año pasado, recién estrenada aquí con el título Florence: la mejor peor de todas. Y la tercera, docudrama alemán titulado The Florence Foster Jenkins Story, de Ralf Pleger, que desconozco. (Además, varias obras teatrales se han escrito sobre su vida).
¿Por qué tanto interés en una mujer considerada la peor cantante del mundo? Frears y su guionista Nicholas Martin han captado bien el atractivo de dicho fenómeno. Puede decirse que Florence Foster Jenkins fue para el canto, lo que Ed Wood fue para el cine. Alguien tan inepto en su desempeño, que trascendía tal ineptitud hasta volverse algo sublime.
Frears sitúa su relato en la Nueva York de 1944, el último año en la vida de la biografiada, cuando ella (Meryl Streep, claro) decide volver a cantar ópera, apoyada incondicionalmente por su marido inglés St. Clair Bayfield (Hugh Grant). Dado que la heredera Foster Jenkins es una generosa patrocinadora de las artes, hasta gente de prestigio como Arturo Toscanini (John Kavanagh) están dispuestos a elogiarla a cambio de un chequecito. Por lo mismo, no es difícil encontrar a otros cómplices, entre ellos al pianista Cosmé McMoon (Simon Helberg), su sufrido acompañante en sus momentos de indescriptible triunfo.
Frears ya es un experto en tratar a mujeres mayores con bastante ternura (antes hizo La reina, de 2006, y Philomena, de 2013), y en este caso se cuida de no burlarse de su protagonista, lo cual hubiera sido la estrategia más fácil. Con su sobrada habilidad, Streep encarna a Florence como una figura cursi y ridícula, pero nunca condesciende a su personaje, sino le otorga una carga de dignidad, un sentido del pathos, que la vuelve hasta conmovedora.
Según lo ha demostrado en sus escasos roles musicales, Streep posee también una aptitud para el canto. Pero aquí la olvida y le hace honor a Florence profiriendo las peores interpretaciones imaginables de conocidas piezas (su versión del aria La reina de la noche, acompañada por brinquitos sobre el escenario, es para mondarse de la risa).
El equilibrio dramático está logrado por los otros dos personajes importantes de la película. Extendiendo su personalidad nerd de la serie The Big Bang Theory, Helberg interpreta al amanerado Cosmé, como alguien incapaz de controlar sus gestos pasmados; él es quien representa al público, el grueso de la gente que no tiene necesidad de fingir entusiasmo por razones de conveniencia social, hipocresía o pura ignorancia. Mientras que St. Clair es quien encarna ese esfuerzo por consecuentar a Florence y protegerla de cualquier reacción negativa.
Con ese papel del contradictorio marido, se le ha dado a Grant la oportunidad de demostrar que es un dotado comediante y no sólo un monótono intérprete de galanes titubeantes. Su St. Clair es un personaje capaz de tener una amante joven y guapa (Rebecca Ferguson) con la que cohabita y, al mismo tiempo, serle absolutamente devoto a Florence en una genuina manifestación de cariño. Su papel es fundamental para reforzar el lado emotivo de esta biopic.
Según podría esperarse de una película de Frears, la recreación de época es impecable (a pesar de estar hecha en Londres y Liverpool, muy lejos de Nueva York) y, sobre todo, el vistoso diseño de vestuario le rinde homenaje a la cursilería de Florence Foster Jenkins. En suma, una producción gozosa que resulta tonificante para este amargo inicio de año.
Florence: la mejor peor de todas (Florence Foster Jenkins). D: Stephen Frears/ G: Nicholas Martin/ F. en C: Danny Cohen/ M: Alexandre Desplat/ Ed: Valerio Bonelli/ Con: Meryl Streep, Hugh Grant, Simon Helberg, Rebecca Ferguson, Nina Arianda/P: Qwerty Films, Pathé Pictures International, BBC Films. Reino Unido, 2016.
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