Nueva York.
olamente en un teatro de ópera de primer nivel, como el Met de esta ciudad, es posible asistir a dos óperas el mismo día, una en matinée y la otra en soirée. Así, apenas cuatro horas después de terminada la Salomé de Strauss, se pone en escena L’amour de loin (El amor de lejos) de la compositora finlandesa Kaija Saariaho, obra considerada con justicia desde su estreno en el Festival de Salzburgo del año 2000 como una de las óperas fundamentales de nuestro tiempo.
A primera lectura, la historia que se narra en L’amour de loin parece convencional. Jaufré Rudel, un trovador de Aquitania, está enamorado de la princesa Clémence, quien vive exilada en Trípoli y a quien nunca ha visto. Un estoico peregrino que va y viene entre ambos le cuenta a cada uno un poco de la vida y los sentimientos del otro, y hace que la intensidad del amor idealizado crezca. Finalmente, Jaufré emprende el camino, y llega ante Clémence demasiado tarde para que su amor se realice.
¿Un amor platónico, lejano y trágico? Pareciera materia de cualquiera de los vulgares y tediosos libretos de la ópera italiana o francesa del siglo XIX, de esos que tanto gustan a los operópatas. Sin embargo, en L’amour de loin el texto (en francés) de Amin Maalouf es de una poética sublime, está poblado de hermosas imágenes y metáforas, y alude con una singular mezcla de elegancia y poder expresivo a numerosos asuntos fundamentales de la condición humana, de la condición humana enamorada más allá de la razón. Las resonancias que la historia de Jaufré y Clémence tiene en la de Tristán e Isolda son particularmente sugestivas.
La partitura de Kaija Saariaho para el libreto de Maalouf es un enorme arco ininterrumpido de una música intensa, iridiscente, en continua transformación, en la que se percibe con especial claridad la reconocida maestría de la compositora finlandesa en la creación y desarrollo de colores orquestales insólitos. Bajo la experta batuta de su compatriota Susanna Mälkki, la música de Saariaho resplandeció con una intensidad inexorable de principio a fin, destacando entre otras cosas el sutil balance de la orquesta con el coro, un coro que Saariaho usa brillantemente, a veces como vehículo de textos, a veces como un color sonoro más.
El tercer elemento tímbrico propuesto por Saariaho es una austera y bien dosificada pista de sonidos electrónicos, que se funde orgánicamente con la orquesta y el coro. En el tramo final de L’amour de loin, la música de Saariaho y el libreto de Maalouf alcanzan un nivel dramático descomunal. Si el rendimiento vocal y actoral de Eric Owens (Jaufré) y Susanna Phillips (Clémence) fue consistentemente sólido y convincente, sobre todo el de ella, mención especial merece Tamara Mumford, quien dio al peregrino una melancólica nobleza y una orgullosa gravitas que funcionaron eficazmente de punto de equilibrio entre los malogrados amorosos. Un momento cimero de su papel fue la emotiva interpretación de una especie de balada neomedieval a la que Kaija Saariaho ha dado un sutil toque arcaizante.
En cuanto a la producción, dirigida por Robert Lepage, es sin duda lo mejor que he visto en un teatro en muchos años. De la veintena de representaciones escénicas del mar que me ha tocado presenciar, ninguna tan espectacular y bien lograda como la de esta versión de L’amour de loin, que se debe al diseño escenográfico de Michael Curry y a un diseño de iluminación formidable de Kevin Adams y Lionel Arnoud. En medio de ese mar omnipresente, a veces opresivo y de cambiante estado de ánimo, hay un único elemento escenográfico que sirve a los protagonistas de torre, atalaya, refugio, puente, escalera y que se presta a numerosas lecturas simbólicas. En suma: una historia relevante, un libreto de alta calidad literaria, una partitura excelente, una puesta en escena deslumbrante, interpretaciones expertas. Gran música, gran teatro, gran ópera. No hay otra fórmula, no hay atajos.