a terrible y fatal batalla de Alepo reitera, una vez más, que el poder moderno no parece ser capaz de desprenderse del síndrome que lo persigue desde la Segunda Guerra Mundial: en última instancia, la nuda vida reaparece como la cosa en sí que define a las esclusas de su extenuante legitimidad. Meses de bombardeos de la población civil, incluidos niños, viejos y mujeres embarazadas; de destrucción sistemática de todo aquello que hace a la vida posible en su último grado de peligro –hospitales, ambulancias, pozos de agua, silos de granos–; de devastación de todo lo que es emblemático del arraigo y la identidad –Alepo reunía vestigios invaluables de todas las civilizaciones antiguas que la ocuparon–, hablan de una guerra cruzada no por el vértigo de la derrota del enemigo, sino de su exterminio, y con él, de la población en la que se asienta. Tal vez todo comenzó en Lídice y en Guernika hace más de ocho décadas, pero Alepo y sus cenizas anticipan, una vez más, las ruinas no de ésta o aquella franja ideológica o religiosa, sino de la modernidad misma y sus tecnologías de dominación. Cuando la única certeza del control se asienta en la política del Lebensraum (destrucción del espacio de vida), lo que queda ya no es una victoria ni una derrota, sino el grado cero de la existencia. Como si lo único posible a ser reducido al control fuera el vacío mismo.
Imposible saber si la disputa por lo que ya no queda de Alepo marca el fin de una guerra civil que se ha prolongado durante más de cuatro años en Siria, pero es evidente que se trata de esa economía política de la muerte con que las grandes potencias actuales pueden reducir a cualquier nación, en un abrir y cerrar de ojos, a su condición de escombro.
En Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Judith Butler se hace la pregunta, a propósito de la invasión estadunidense de Irak en 2002, de en qué medida la vulnerabilidad del otro es una condición de la cual nadie puede deshacerse, así sea de ese otro que no conozco ni conoceré. En un texto posterior, Marcos de guerra, detalla la forma en que el ejército estadunidense blindó las imágenes más devastadoras de la guerra para desvanecer el efecto de esta vulnerabilidad y lograr reducir al máximo el síndrome mediático de Vietnam, en el que la población occidental fue expuesta sistemáticamente durante años a sus propias pérdidas y atrocidades.
En la guerra de Siria la escena ha sido exactamente la inversa. Los medios occidentales se han esmerado en la puesta en escena del drama hasta sus últimos y minuciosos detalles. La razón es sencilla: ahora son sus rivales, Rusia y el gobierno de Assad, por un lado, y el Estado Islámico por el otro, los cuales serían los exclusivos perpetradores de la masacre. Y bien, ni aun así. Ni aun expuesta a la más desorbitada devastación humana, la opinión y la política occidentales parecen hoy conmoverse o, al menos, ser capaces de reaccionar ante la más precaria de todas las vulnerabilidades del otro: el exterminio.
En ese desierto no hay ilusos. El crimen de Alepo envuelve a todas y cada una de las potencias actuales. La hace directa y fatalmente responsables. Estados Unidos y varios países de la OTAN bombardearon las posiciones de Assad durante años, y nunca dejaron de proporcionar armas y financiamiento a sus enemigos. Rusia (¿y acaso China?) apoyaron al régimen oficial. Y sin embargo, la población occidental parece hoy mucho más preocupada con el hecho de que sean Putin y Turquía, y no Europa y Estados Unidos, los que fijen los términos del conflicto.
Es evidente que Moscú ingresó al conflicto por dos razones: a) se trata de la expansión del Islam radical en sus fronteras, y b) el fracaso de la política de Washington para resolver los problemas de la región. La pregunta es, realmente, si no nos encontramos frente a un relevo de la función que han ejercido las grandes potencias hasta la fecha. ¿Será Moscú la nueva fuerza de intervención global frente a la creciente incapacidad de Estados Unidos para ejercer este papel?
Por lo pronto, el Estado ruso ha mostrado, una vez más, como lo hizo en Chechenia, en Georgia y en Ucrania, que tiene a su disponibilidad un arma
con la cual no cuenta ningún otro país occidental: un ejército y una población dispuestos a responder al llamado de la guerra. Y en política internacional, ésta es acaso la más poderosa de todas las armas
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