l actual cártel de los políticos a escala mundial no exhibe diferencias notables. La inmensa mayoría parecen cortados con tijeras semejantes. Aparte de apariencias físicas que, no sin ironía, tienden también a duplicarlos, las conductas que despliegan insisten en hacerlos casi indistinguibles. Y estas semejanzas se dan a pesar de los ríos de recursos empleados para mostrarlos con singularidades irrepetibles o, al menos, fácilmente apreciables. Si se pone lupa a los programas de gobierno que llevan a cabo o la ideología que sostienen, entonces la correspondencia destaca de manera sobresaliente. En especial cuando se definen, a sí mismos o al gobierno o partido al que representan, como responsables. Es esta una inefable categoría que, a cada paso dado, la realidad se encarga de hacer añicos. Ser responsable es apegarse, estrictamente, al modelo vigente sin importar consecuencias. Entender las maneras, modos o contenidos implicados en él para seguirlos con premura y exactitud. Esos precisos rasgos que los alejan del ubicuito populismo, el temido mal del presente. Este mote, en cambio, a veces lo usan para achacárselo a todo aquel que, aún en mínimas sutilezas, se aleja del resto de la camada de mandones que domina la escena pública casi por completo.
La uniformidad alcanzada en el llamado viejo continente por sus dirigentes, tanto políticos como los de corte económico, bien puede decirse que no está a discusión. Cuál sería la diferencia entre Matteo Renzi, de Italia, o François Hollande, de Francia, o Mariano Rajoy, de España. Se tendría que espulgar sus modales, entrenamiento o lazos familiares para encontrar ciertas especificidades. Parecidos corte de trajes, corbatas intercambiables, calcetines oscuros y largos que se meten en impecables zapatos también negros. Al sentarse frente a un auditorio cruzan las piernas al estilo femenino, moderan sus ademanes y modulan la voz. Pero en cuanto a la evaluación que puede hacerse relativa al aprecio popular, el bienestar ciudadano logrado con su trabajo o el envoltorio desplegado en el uso del poder, todo se empareja nuevamente y las diferencias se esfuman. Si cambiamos de continente y enfocamos la atención en Mauricio Macri, de Argentina, o Michel Temer, de Brasil, de inmediato puede alegarse que uno fue electo y el otro llegó maniobrando con cinismo para tirar a la presidenta electa (Dilma Rousseff) por millones de sus compatriotas. Pero sus programas tienen sellos idénticos y sus relatos corren paralelos. En cambio, si se profundiza en esa generación de sudamericanos que parecen ya de salida: Lula da Silva, Rafael Correa o Evo Morales, enfundado en su chazarilla criolla, bien pueden sobresalir por sus discordancias con cualquiera de los anteriores mandatarios citados. Un distintivo peculiar surge entonces: el énfasis que estos señores han puesto para enfocar la atención a las clases populares, los más necesitados, a los de abajo, por sobre toda otra consideración o prioridad. Esta particularidad los lleva a recibir, por parte del coro armónico, la categoría de populista. Tal asertivo justifica, en el interior de la comunidad de los responsables, el uso y apoyo de cualquier ruta o medio que pueda alejarlos del poder, desvanecerlos del panorama es la consigna para que no desparramen su nocivo ejemplo. Y eso, justamente, es lo que han hecho (o intentado) las fuerzas internas de la derecha en sus respectivos países, aliándose con los centros de poder mundial. Lula se destaca por sus orígenes de sindicalista metalúrgico y Evo por ser un indígena, el primero que gobierna un país mayoritariamente indígena. Las clases medias son, por lo regular, las proveedoras de los dirigentes nacionales de corte tradicional, aceptable. Pocos, muy pocos son los que provienen de la clase trabajadora y, menos todavía, de estratos marginados.
Hay por ahí un personaje que se hizo a sí mismo de manera por demás singular. Se inició, de muy joven, como parte de la maquinaria oficial, pero muy pronto se distanció de ella. Ganó un sitial tanto local como nacional al ir y venir por cuanta comunidad estuvo a su alcance visitar. Ahí, entre la gente, fincó sus apoyos, atrajo simpatías y el voto masivo. Ha llevado una vida de austera honestidad a prueba de tentaciones. A tan rara combinación le apareja principios bien arraigados para hacerlo confiable, admirado, querible. No utiliza la parafernalia que acompaña a los altos rangos burocráticos y, menos aún, a esos ostentosos símbolos del poder de usanza común en las alturas. Sabe que desplegar eso que llaman los privilegios del puesto lo desapega y distancia del pueblo, de sus aspiraciones, tribulaciones y necesidades. Sigue siendo el mismo a través de las variadas circunstancias que lo tocan y aspira a mejorar, en lo posible, el bienestar de sus conciudadanos, algo que, en buena parte de su trabajo e historia ha conseguido. No es afín a los cambios drásticos, menos aún optando por la vía de las armas, aunque algo de ello inspiró sus andares pasados. Siendo y mostrándose tal como es ha logrado el respeto no sólo de sus connacionales, sino de buena parte de la comunidad externa. Este personaje sí que marca una notable diferencia con el cártel de los políticos de este apagado momento. Él sabe que no pertenece, porque tampoco quiere, al mundillo superior de los palacios, la exclusividad, las limusinas, condecoraciones, lujos y atavíos de poderosos. José (Pepe) Mujica, de Uruguay, es, como lo califican unos periodistas que lo han seguido por años, una oveja negra
(Una oveja negra al poder, editorial Debate). Pepe pertenece a esa especie de políticos que trasciende su momento y lugar muy a pesar de su turbulento pasado (prisión prolongada). Pudo llegar a la cúspide del poder en su pequeño y civilizado país y ahí se mantuvo hasta terminar su periodo.