e temo que ésta no sea la primera ni será la última oportunidad en que recuerde una reflexión que canta Louis Armstrong y cuya poderosa síntesis se me ha confirmado una vez más en la realidad. Satchmo dice: Caminaba por la calle cuando me pareció que toda la gente que encontraba a mi paso me sonreía amistosamente. Supongo que se debe a que soy un hombre con suerte y nada más
, conciencia que los mejores filósofos vienen expresando a lo largo del espacio y del tiempo desde el momento en que unieron su facultad de observar con la de pensar, aunque habrá quienes ni por falsos o auténticos modestos lo atribuyan a la buena suerte, como es mi caso. Pues en varias ocasiones he podido constatar que, cuando estoy bien, la vida me sonríe, como si mi bienestar se reflejara al grado de que otros, afuera de mí, lo percibieran y respondieran en consecuencia.
Lo cierto es que el día de mi cumpleaños, cuando buscaba un rincón en el que sentarme a tomar un café, tan lleno de gente estaba el lugar que sólo di con la orilla de un sillón en la terraza. De inmediato la ocupé, pero no lograba dar con una posición en la que no me diera de frente el sol, que estaba brillante. Vacilaba entre aceptar quedarme incómodamente ahí o, mejor, persuadirme de que unos minutos con el sol de frente no me harían daño, cuando alcancé a ver, cerca de mí, algo que se agitaba con insistencia. Enfoqué la vista y, a través de la imponente luz, distinguí a otro parroquiano que en efecto agitaba el brazo y, con más precisión, que lo agitaba específicamente hacia mí, con la específica intención, además, de señalarme una mesa bajo una sombrilla que dos chicas estaban por desocupar. No necesité más para levantarme y cuanto antes seguir las indicaciones que recibía. Para llegar a la sombra pasé enfrente de mi guía y le sonreí para agradecer su gesto, con una inclinación de la cabeza. Acomodada en mi nuevo refugio, me dispuse a tomarme el café, cuando recordé a Satchmo, de modo que igualmente a él le sonreí. Me sentía bien, estaba contenta, así que reflejé ese bienestar a los demás a mi alrededor, y uno de ellos lo percibió y respondió, sin necesidad de palabras.
Podía haber atribuido la favorecedora situación a mi buena suerte si no hubiera sido porque, unos minutos más tarde, cuando me dirigía al estacionamiento en el sótano del lugar, en busca de mi coche, al empezar a bajar la escalera me topé con un empleado que subía, de uniforme y con aspecto de ciudadano mayor. Con toda amabilidad, primero exclamó ¡Baje con cuidado, señora!
, y precisó Tómese del pasamanos
, lo que de inmediato hice, tras sonreír y agradecer, al tiempo que de nuevo se me presentaba Armstrong y su canción. Seguro que se nota mi bienestar
, pensé, o ¿de qué otro modo explicarme que ahora un empleado cuidara mi seguridad con semejante atención?
De regreso a casa, pensé que quizá, debido a lo bien y contenta que me sentía, no estaba viendo las cosas con la claridad debida. Puede sin duda ser cierto que uno reciba lo que emite, y que a eso, y no a la buena suerte, se deba que a uno le vaya bien; pero ¿no habrá razones más cercanas a la verdad que justifiquen las atenciones que podemos recibir de otros, las amabilidades, la cortesía, el cuidado?
Como en respuesta a estas meditaciones, sucedió que, entre las felicitaciones que recibí ese mismo día por diferentes medios de comunicación, en la noche en mi buzón encontré una que dice:
“...en el fetiche de un afiche de papel se vende la ilusión, se arrima el corazón y apareces tú vendiendo el último jirón de juventud...
Acepta la parte de esta canción como un sencillo regalo que coincidió con el mensaje de tu onomástico
, firmado, a las 22:57 horas, por Moisés Plata Rojas, amigo mío en las redes sociales pero de quien no tengo otra referencia.
No tengo, tampoco, otra manera de interpretar estas palabras que como un recordatorio de lo que estoy viviendo. Aquel día en efecto me sentía muy bien y muy contenta, pero, si a esto atribuí que me encontrara con gente especialmente amable, en bien de la realidad de igual modo debo aceptar que me equivoqué, pues la verdad es que la impresión que les di, tanto al parroquiano del café que me señaló una mesa vacía, como al empleado que me recomendó tomarme del pasamanos al bajar la escalera, fue la de una ciudadana mayor que, aparte de bienestar, lucía el último jirón de juventud.