racias a improbables coincidencias de programación, a lo largo del año he podido escuchar (en estreno o en reposición) algunos conciertos u obras concertantes de compositores mexicanos en los que, más allá de las enormes y naturales diferencias de estilo, lenguaje y expresividad, he encontrado una constante, un común denominador que he comentado y discutido ampliamente, incluso con algunos de los compositores y solistas en cuestión, y que es el vital asunto del balance entre solista y orquesta. Se ha tratado, en general, de obras en las que un porcentaje sustancial de la parte solista se pierde irremisiblemente, sumergida en el maremágnum de orquestaciones densas e hipertróficas. Esto pareciera ser una tendencia universal, generalizada, con las notables excepciones del caso. Me atrevería a decir, a riesgo de sonar demasiado tajante, que después de Mozart son escasos los conciertos realmente bien balanceados. Recientemente apareció, sin embargo, una luminosa excepción a la costumbre.
Hace unos días, en la Sala Nezahualcóyotl, el pianista, compositor y singular improvisador Héctor Infanzón presentó su Concierto para vibráfono en estreno mundial, a cargo de Ricardo Gallardo como solista, y la Filarmónica de la UNAM dirigida por Avi Ostrovski. Se trata de una obra realmente atractiva, con muchas virtudes, una de las cuales es, precisamente, que la parte solista del vibráfono es plenamente audible de principio a fin, cosa que se agradece cabalmente a Infanzón. El Concierto para vibráfono (primero de su género en México) está escrito para ser tocado casi en su totalidad a cuatro baquetas, con la excepción de un breve episodio a dos arcos de contrabajo, para frotar las teclas en vez de percutirlas. A lo largo de la obra, el compositor hace un uso inteligente de la combinación pedal-motor del vibráfono, obteniendo sonoridades amplias que llenan el espacio, sin caer nunca en las interferencias que suele producir el exceso de motor; claro, a este buen logro contribuyó la fina calibración dinámica realizada por Ricardo Gallardo.
Este Concierto para vibráfono de Héctor Infanzón es una obra clara, transparente, más colorística que virtuosística (salvo una última sección más exigente para el solista) y que, lógicamente, contiene numerosas referencias al jazz, pero también está habitado por pinceladas de otros ámbitos musicales. Prueba de ello, por ejemplo, un breve y efectivo episodio que ofrece al oyente fugaces apuntes minimalistas. El concierto tiene también varios momentos a manera de cadenza, uno de ellos, la cadenza oficial
, por así decirlo, especialmente bien logrado, y que fue repetido por Gallardo como encore.
Se trata, en suma, de un concierto de espíritu moderno, urbano, fresco y, sobre todo, muy bien escrito, tanto para el vibráfono como para la orquesta. (No olvidar que a Héctor Infanzón le gusta narrar que el vibráfono fue en realidad su primer instrumento, gracias a la presencia e influencia cercana de su padre).
Ricardo Gallardo tocó este estreno (de memoria, además) con esa mezcla de eficacia técnica y sensibilidad que caracteriza todas sus ejecuciones, como solista o como miembro del ya legendario Tambuco percusivo.
¿Y la orquesta, apá? ¡Ah, aquí está el meollo del asunto! A diferencia de muchos de sus colegas, Infanzón ha entendido que, sobre todo en nuestra época, el concepto de un concierto para un solista y una enorme orquesta es inviable y no tiene sentido, salvo que se trate de un piccolo, una trompeta o un instrumento amplificado. Así, el compositor propone sabiamente una orquesta de cuerda reducida, un octeto de maderas, arpa y timbales. No sólo eso: además de plantear esta dotación moderada, Infanzón ha optado en todo momento por escribir no contra el vibráfono, sino a su servicio. Ojalá que su Concierto para vibráfono tenga prontas y frecuentes reposiciones, que bien las merece.