l posicionamiento emitido el pasado viernes por el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), general Salvador Cienfuegos, sobre la indebida utilización de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública y combate a la delincuencia, así como su demanda de que el Legislativo elabore un marco jurídico para afrontar una situación que hoy día es claramente anticonstitucional, ha catalizado y precipitado el debate sobre ese tema, sin duda necesario. Ayer las cámaras de Diputados y Senadores buscaban ponerse de acuerdo para convocar a un periodo extraordinario de sesiones, con el fin de elaborar un marco normativo de la seguridad pública, y se anunció la realización de foros de consulta al respecto.
Ciertamente urge resolver la grave anomalía creada por la administración federal pasada y mantenida por la actual, pero es preciso tener en mente que la regularización de los militares en tareas de seguridad pública es un asunto riesgoso que podría traducirse en una afectación grave de derechos humanos y garantías individuales, y por ello es recomendable que el Legislativo actúe con prudencia, sensibilidad y fundamento. Si las fuerzas armadas han pasado una década asignadas a tareas ajenas a las que marca su estatuto constitucional, con el consiguiente deterioro de su imagen y credibilidad, y si la sociedad ha presenciado en ese lapso la militarización creciente del espacio público, bien vale la pena tomar el tiempo necesario para encontrar una buena solución al problema.
Desde luego, hay posiciones encontradas: mientras las cúpulas patronales claman por mantener el despliegue militar, así sea de manera temporal, el titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Luis Raúl González Pérez, ha recordado que la seguridad pública es una función que corresponde y debe estar a cargo de instituciones civiles, y que las fuerzas armadas deben volver a sus cuarteles en cuanto las condiciones del país lo permitan.
Diez años después de iniciada la guerra contra la delincuencia organizada
y el narcotráfico, que se tradujo, entre otras cosas, en el empleo regular, sistemático y excesivo de las instituciones castrenses en tal tarea, la realidad indica que ese empeño gubernamental ha fracasado. Pero la reformulación de una estrategia de seguridad pública no puede limitarse hoy día a sacar de ella a las fuerzas armadas, porque las corporaciones policiales del país siguen siendo tan incapaces de asumirla a plenitud como lo eran en 2006, de modo que prescindir de los militares equivaldría a entregar el país a la delincuencia.
Resulta ineludible, en este punto, constatar que los tres niveles de gobierno han fallado, en estos 10 años, en restructurar, sanear, moralizar y profesionalizar a las policías, y que ello se ha traducido en un daño inmenso para el país, sus instituciones y la población. La inutilidad de las reformas legales, los exámenes de confianza masivos y la instauración de mandos únicos y centros de comando conjunto es inocultable y hace ver que la falla principal ha sido la falta de voluntad política para emprender, antes que contra la delincuencia, una batalla real y a fondo contra la corrupción en el seno de las corporaciones policiales.
En esta perspectiva, la legislación requerida, en lugar de adulterar el espíritu de la norma constitucional para las fuerzas armadas, debe ratificarlo y establecer claramente la excepcionalidad y transitoriedad de su presencia en las calles para enfrentar la delincuencia.
En lo inmediato es necesario dar curso a un proceso de consulta en el que puedan escucharse todas las voces y evitar albazos y legislaciones al vapor, frutos característicos de los periodos extraordinarios de sesiones en el Congreso de la Unión. El problema es tan acuciante y grave que amerita ser resuelto con calma.