Opinión
Ver día anteriorViernes 9 de diciembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Siete años de Para leer en libertad. El arranque
H

abitualmente no creo en los milagros, pero cuando me siento a intentar armar un resumen de lo que han significado siete años de la Brigada para Leer en Libertad, tengo la insana sensación de que algo hay de mágico en esta experiencia. Sin embargo, el riesgo del auto homenaje es peligroso, pongan en duda mi vehemencia y confirmen lo dicho.

En México no se lee, dicen y redicen y reportan cifras obtenidas de las sistemáticas quejas de la industria editorial y el estado de los bajos índices que anuncia el Estado. Pero esas afirmaciones atentan contra lo que he visto: centenares de miles de personas alzando jolgoriosas los libros que les habíamos regalado, inmensas colas para obtener la firma del autor, tianguis de libros repletos de personas en colonias donde no hay librerías ni buenas bibliotecas. Me gusta contar la historia de una mujer en Iztapalapa que me mordió la mano cuando traté de quitarle un libro de los dos que se llevaba. Yo había anunciado: Uno por familia, para que alcance para todos y ella llevaba dos. Tras la mordida dijo algo de una hermana suya que estaba en silla de ruedas y de poco le valió que yo le dijera que primero le leyera uno y luego se lo llevara a su casa.

En octubre de 2009 corrieron a Paloma Sáiz de la dirección de la Feria del Libro de la Ciudad de México, después desbarataron los proyectos de lectura más exitosos que había habido en el Distrito Federal, en primer lugar Para leer de boleto en el metro. La Secretaría de Cultura dejó en la calle a un grupo de promotores excelente (el difunto Juan Hernández Luna, Betty C., Daniela Campero, Eduardo Castillo, Alicia Rodríguez ). Semanas después le sumamos a este grupo un par de voluntarios, entre los que me incluía, y decidimos fundar una docena de nosotros Para Leer en Libertad. Haríamos desde la sociedad lo que los aparatos del Estado fracasaban en hacer día a día.

No teníamos ni un centavo, pero sí una larga experiencia. Con una lógica de ensayo y error y vuelta a empezar tratamos de encontrar los mecanismos que bloqueaban a los mexicanos en el inmenso Valle de México del placer de la lectura y de las posibilidades del debate social. Detectábamos cuatro tipos de problemas: el alto precio de los libros, el fracaso de la educación media y superior en volver lectores a los adolescentes; castigados por innumerables horas de lectura obligatoria, millares de adolescentes asociaban la lectura a obligación, castigo, examen, lectura fragmentaria en fotocopias y concluían: ¿Leer? Qué hueva, quedando vacunados contra la lectura por placer. La falta de una red de recomendaciones, que hacía que vieran la librería como un bosque en el que no se distinguían los árboles, a la que por falta de hábitos cultural daba miedo entrar (¿qué me van a preguntar? ¿Cuánto cuesta? ¿Qué es eso?), y la falta de bibliotecas públicas, que se habían convertido en lugares cuasi cerrados donde adolescentes más o menos desesperados acudían para hacer las tareas.

Había que bajar los precios, informar con cientos de conferencias, poner los libros en la calle. Existía en esos momentos una enorme carga política. Se discutía pomposamente el bicentenario y los efectos de la ofensiva neoliberal caían a mazazos sobre la población.

Tras siete meses de labores la Brigada había logrado en colaboraciones con instituciones del gobierno de la Ciudad de México, el PRD local (que conservaba una visión de izquierda antes de corromperse en el Pacto por México), organizaciones sociales y sindicatos, habíamos organizado más de 200 acciones de promoción de la lectura que incluían un gran remate de libros, conferencias en comedores populares, un curso llamado Historia de México para ciudadanos en rebeldía, 25 tianguis a lo largo y ancho de la Ciudad de México y editado 11 libros que se regalaron. En 2010 nos lanzamos a un enfrentamiento con la estructura de la feria del Zócalo que pensábamos estaba en plena decadencia y programamos la feria alternativa del libro de la Ciudad de México en la Alameda central. La feria se realizó con la presencia de 200 sellos editoriales, librerías y distribuidoras. Lo sorprendente es que la feria alternativa reunió más público que la oficial, con precios de los libros a un tercio en promedio y con un presupuesto diez veces menor.

Un editor argentino me contestaba a las objeciones sobre el creciente precio de los libros, que no exagerara, que un libro cuesta lo mismo que una comida. Y yo le decía que quién sabe dónde había él estado comiendo, pero que había vivido la experiencia de ver a cientos de adolescentes rascándose el bolsillo en un CCH para juntar no ya los 300 pesos, sino los 50 (que es el precio promedio en nuestros tianguis) que había de restar al transporte y la torta, su dieta económica diaria, y le recordaba de uno de nuestros mejores lectores, que bajaba de Iztacalco al Zócalo a pie para sumar la lana de ida y vuelta del boleto del Metro y llevarse una novela de regalo y un libro de 20 pesos.

Convocamos a los distribuidores que tenían saldos, a librerías de usado, a editores independientes y a grandes editoriales que asistieran a los tianguis, que redujeran las ofertas de libro chatarra y autosuperación y que sacaran libros de las bodegas.

Para los editores el costo de los stands en las ferias es exorbitante; esto crea una presión que lleva a la venta de libros de línea con precio alto por unidad. El problema crece por los berenjenales legales que hacen que el libro embodegado sea un activo fiscal que sólo desaparece si se destruye ante notario. ¿Se estaban? ¿Se están destruyendo libros en México? Sí. Y no podíamos impedirlo si no lográbamos ofrecerles a las editoriales una salida. Surgieron así los remates de libros, donde con un costo casi nulo para las editoriales, ofrecidos en pilas sobre tarimas, podían sacarlos las bodegas. Con el lema: Salva un libro, no permitas que lo destruyan, en 2010, 102 editoriales vendieron en un remate 850 mil libros.