ste 8 de diciembre se cumplen 130 años del nacimiento de Diego Rivera, del gran renovador del muralismo, del incansable promotor cultural que impulsó a María Izquierdo hasta convertirla en la primer pintora mexicana que expuso en el extranjero. Si logró el asilo político a Trotski, también fue el autor del logro más palpable y duradero de la cruzada educativa de José Vasconcelos. Si encontró en el arte precolombino motivos para su plástica, como muestra la colección de casi 60 mil piezas que se encuentran en el Anahuacalli, también circuló entre nosotros, en el remoto año de 1921, las propuestas estéticas de Marcel Duchamp, de Kandinsky, de Picasso y Modigliani. Y por si pareciera poca la anterior enumeración recordemos que creó además dos espléndidos museos que seguimos disfrutando: la Casa Azul y el Anahuacalli.
Bien visto, los grandes temas de Diego Rivera en su pintura son dos: el hombre y el tiempo. Si en los murales de México predomina su mirada hacia el pasado, en los de Estados Unidos mira hacia el futuro. En los primeros resaltan indios y pirámides; en los segundos, obreros y máquinas.
Un Hernán Cortés con las articulaciones deformadas por la sífilis destaca en los murales de Palacio Nacional y una Coatlicue devoradora de hombres hecha de acero en los murales de Detroit. En unos nos invita a redescubrir el pasado, en otros a vislumbrar el futuro posible. Dos visiones y un mismo propósito: modificar el presente.
Esa narrativa planteada por Diego en sus murales permitió a sus malquerientes descalificar su pintura no por cuestiones estéticas sino ideológicas. Algo similar ocurrió en Nueva York: cuando se negó a quitar el rostro de Lenin de su mural El hombre en la encrucijada, simplemente fue demolido.
Pero a pesar de su ideología, su calidad plástica resulta indudable. Aunque sus preocupaciones sociales eran constantes, la curiosidad del artista no tenía límites. En el mural destruido en el Centro Rockefeller aparece la televisión cuando se encontraba en su etapa experimental, el uso de rayos X, la energía como motor del futuro.
También en otros murales de Estados Unidos rinde homenaje a Dick Tracy y a Charles Chaplin. Con la inclusión de Tracy inaugura la presencia del cómic en una obra de arte culto y lo convierte en un precursor del pop art. Por ello no me sorprende que también se haya detenido a reflexionar sobre las posibilidades plásticas de Mickey Mouse.
La revolución de Diego Rivera fue plástica, más que ideológica. Sus imágenes con discursos provocadores están cargadas de emoción y, si se quiere, de conciencia. De esa conciencia que no deja de circular entre los indignados del Nueva York de los años 30 y entre los jóvenes de todo el mundo de nuestros días.
Detrás de sus lienzos y murales parece escucharse siempre un corazón. Sólo así entiendo que Diego Rivera se haya convertido con el tiempo en un pintor latinoamericano de referencia y el mejor cotizado en el mundo: su Baile de Tehuantepec se vendió hace unos meses en 15.7 millones de dólares.
Aunque Diego incursionó en el cubismo y lo marcó Giotto, fijó para siempre sus orígenes estéticos en Sueño de una tarde dominical en la Alemeda Central, donde el niño Diego aparece de la mano de La Catrina que a su vez toma del brazo a José Guadalupe Posada.
Otro de sus orígenes fue, más que plástico, intelectual: la Academia de Letrán formada por escritores de acción y reflexión, entre los que se encontraban Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, El Nigromante, autor de la frase Dios no existe
, que Rivera plasmó en Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central y que tuvo que sustituir por las palabras Academia de Letrán
por las presiones de un clero vandálico que pretendía destruir el mural.
Sólo los grandes artistas pintan para el presente, para ese ahora que al decirlo se esfuma. Si Diego Rivera fue el indignado
que sacudió a Nueva York en 1933, cuando se montó una exposición suya en el Museo de Arte Moderno; si fue el indignado
que sintetizó procesos muy complejos de nuestra historia con imágenes poderosas, su narrativa del pasado y del futuro en estos días convulsos aún tienen mucho que decirnos.