n el contexto de la 13 Conferencia de las Partes del Convenio sobre Diversidad Biológica de las Naciones Unidos (COP-13), realizada en Cancún, Quintana Roo, el presidente Enrique Peña Nieto decretó ayer cuatro nuevas áreas naturales protegidas –tres de ellas, parte del patrimonio marítimo– y cinco zonas de salvaguarda, y decretó medidas de protección para el Caribe mexicano, donde se localiza el segundo sistema de arrecifes más grande del mundo. Las otras áreas beneficiadas por esas medidas se localizan en las islas del Pacífico, frente a la península de Baja California; en el Pacífico profundo, de Chiapas a Nayarit; alrededor de las islas de Revillagigedo, y en la Sierra de Tamaulipas.
De acuerdo con el anuncio, la integridad de las zonas marítimas referidas será supervisada por la Marina-Armada de México y en ellas quedará prohibida la extracción de hidrocarburos. Según Peña Nieto, 14 por ciento del territorio nacional tiene ya el estatuto de área natural protegida.
Los anuncios referidos constituyen, sin dudarlo, una buena noticia, y son un paso en la dirección correcta para frenar el preocupante deterioro ambiental de México y del mundo en general, y la COP-13 es un marco adecuado para dar a conocer tales disposiciones ambientales.
Debe señalarse, sin embargo, que las directivas dadas a conocer ayer por el titular del Ejecutivo federal no son, por sí mismas, suficientes para garantizar la protección ambiental de las zonas mencionadas. Como ocurre con cualquier otro marco legal o normativo, se requiere, además, de voluntad política del conjunto de la administración pública y de los distintos niveles de gobierno, de acciones de educación y cultura ambientales y de un combate a la corrupción para impedir la colusión de empleados públicos en actividades clandestinas que medran con la degradación ambiental.
Por otra parte, resulta ineludible preguntarse por la consistencia de un quehacer gubernamental que por un lado instaura disposiciones de protección ecológica y por el otro prosigue la entrega de vastas extensiones de territorio a empresas extractivas que se caracterizan precisamente por la devastación ambiental que dejan a su paso y por su nulo interés en preservar el entorno en el que operan, como es particularmente claro en el caso de las petroleras.
La observación viene al caso porque ayer también, en aplicación de la reforma energética, fueron adjudicadas ocho áreas del territorio que en unos tres meses empezarán a ser explotadas por compañías de China, Noruega, Malasia, Estados Unidos, Francia y Japón, algunas asociadas con Petróleos Mexicanos y dos empresas mexicanas más.
Tales resultados de lo que fue la cuarta licitación de la ronda uno hacen temer a mediano plazo impactos ambientales severos en las zonas que fueron entregadas a la extracción privada. Debe considerarse, al respecto, que los consorcios extractivos suelen hacerse del control general y discrecional de los territorios en los que operan, conformando verdaderos poderes paralelos a los del Estado. México padeció este fenómeno en carne propia hasta la expropiación petrolera del 18 de marzo de 1938, y circunstancias similares o peores han tenido lugar en fechas más recientes en otras naciones, como Nigeria, donde las petroleras destruyeron un extenso tramo del río Níger.
Cabe preguntarse, en suma, si la institucionalidad mexicana está en condiciones de matener una efectiva protección ambiental, tanto en las zonas que fueron declaradas protegidas como en las áreas que al mismo tiempo fueron entregadas a la explotación petrolera.