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Distantes pero cercanos
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ste año la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, cada vez más inmensa y numerosa en escritores presentes, expositores y visitantes, está dedicada a América Latina en su conjunto, y por tanto podemos hablar de una celebración ecuménica de la lengua que a través de los siglos sigue expandiéndose de este lado del Atlántico.

Celebramos a nuestra literatura, y las novelas de lo que podríamos llamar el canon clásico latinoamericano tienen ya una edad provecta, según ese arcaico término que se usaba para señalar la edad avanzada. Doña Bárbara, que dio a nuestra literatura uno de sus personajes verdaderamente arquetípicos, aquellos que se salen de las páginas de un libro para andar por el mundo por su propio cuenta, va ya para los 90 años de haber sido publicada; y su autor, el venezolano Rómulo Gallegos, nos recuerda algo ya casi olvidado: a los escritores que aparejaban la vida literaria con la vida política.

Su caso me parece inusual, y por tanto memorable. Era un reformista de corazón, que aborrecía la sociedad cerril, de intensos tintes rurales de su país, y quería establecer la legalidad que décadas de dictaduras militares habían convertido en una mofa. Reformar el campo donde reinaba la ley del más fuerte, sustituir el arbitrio por el orden jurídico, es la tesis de Doña Bárbara como novela. Santos Luzardo, en nombre de la idea de civilización urbana, quiere someter la naturaleza indómita que aquella mujer encarna.

Doña Bárbara es una novela de tesis, y su propuesta es la misma que Gallegos quiso aplicar cuando fue electo presidente de Venezuela en 1947 por más de 80 por ciento de los votos: reformar la sociedad y hacer valer las leyes. Pero fue derrocado apenas nueves meses después de su llegada al palacio de Miraflores por los militares de polainas y charreteras que la magia de la democracia no había hecho desaparecer.

Fueron los mismos nueve meses de don Juan Bosch, electo presidente de República Dominicana en 1963, también por abrumadora mayoría, tras el ametrallamiento del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo. Don Juan no era novelista, sino escritor de cuentos, uno de los mejores de América Latina, pero también olvidó que los generales amamantados por la longeva dictadura trujillista aún seguían allí; para ellos, cualquier reforma democrática no era sino comunismo soviético disfrazado.

Eran otros tiempos, claro, y cuando se hablaba de escritores comprometidos quería decir comprometidos contra las dictaduras de derecha, ahijadas del Departamento de Estado, cuyas políticas se guiaban de acuerdo con los intereses de las compañías madereras, mineras y sobre todo bananeras de Estados Unidos. Escritores antimperialistas. Es lo que fue el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, premio Nobel en 1967, cuya novela El señor Presidente llega el año que viene a su 70 aniversario, otra de nuestras obras capitales ya venerables.

Militancia antimperialista y calidad artística no eran, por supuesto, sinónimos, y la llamada trilogía del banano de Asturias ( Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados) es más que todo una diatriba. Pero su blanco es la United Fruit Company, patrocinada por los célebres hermanos Dulles, uno secretario de Estado, el otro jefe de la CIA, que en nombre de los intereses de aquélla derrocaron en 1954 al presidente legítimamente electo de Guatemala, Jacobo Arbenz, por intentar una reforma agraria. La realidad política llevaba indefectiblemente al realismo literario.

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, alcanza el año que viene el medio siglo de haber sido publicada, un fasto que ya veremos celebrar con merecida pompa. Es un libro que nació como un clásico, y cada vez lo es más. Y en lugar de un solo personaje arquetípico, como doña Bárbara, o como Pedro Páramo , de Juan Rulfo, que ya pasó los 60 años, nos ofrece toda una dinastía que se sale de sus páginas, José Arcadio Buendía y su descendencia.

Esta saga convierte por primera vez el discurso político y la denuncia social en fábula múltiple, y es a través de ese juego de espejos que repite y altera imágenes hasta el infinito, que podemos contemplar de otra manera la historia de América Latina, guerras fratricidas, atraso rural, explotación y desigualdad. No es sólo eso, pero también es eso. En algún sentido, podríamos decir que Cien años de soledad es la última de nuestras novelas bananeras, desde luego que la United Fruit Company está detrás de la masacre de trabajadores en la Ciénaga, perpetrada por el ejército de Colombia el 6 de diciembre de 1928, y es la dueña del tren amarillo que transporta en sus vagones los cadáveres para tirarlos al mar como fruta de desecho.

Cuando en 1958 aparece La región más transparente, de Carlos Fuentes, Pedro Páramo ha salido a luz apenas tres años atrás. Son dos novelas casi contemporáneas, pero que abren y cierran dos mundos a mitad del siglo:

Rulfo pone el sello definitivo a la antigua manera de contar las historias rurales, cuando el narrador lo hacía desde arriba, desde el mundo civilizado, que de alguna manera desprecia el lenguaje popular porque lo entrecomilla; él se baja del balcón para meterse entre sus propios personajes, hablando también en murmullos desde debajo de la tierra, junto con los muertos del cementerio de Comala.

Fuentes entrevera múltiples historias narradas por múltiples voces en lo que entonces es ya la inmensa selva urbana de la ciudad de México, caótica y salvaje, desigual y ensañada de crueldades sociales, y esas voces hablan desde los distintos estratos sociales, un gran mural que se va desplegando delante de nuestros ojos.

Después ya tendremos Rayuela, de Julio Cortázar, y La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, publicadas el mismo año de 1963 y que han pasado también el medio siglo de edad. Una modernidad distante y a la vez cercana.

Y esa modernidad se sigue multiplicando en el siglo XXI, cuando podemos hablar ya de una literatura latinoamericana del nuevo milenio.

Guadalajara, diciembre 2016

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