No es más que el fin del mundo
espedida final de un hijo pródigo. Para su sexto largometraje, No es más que el fin del mundo (Juste la fin du monde), el realizador franco-canadiense Xavier Dolan adapta de nuevo la obra teatral de un autor quebequense contemporáneo, esta vez Jean-Luc Lagarce. Anteriormente se había inspirado en el trabajo de Michel-Marc Bouchard para realizar Tom en la granja, y en ambos casos el regreso del protagonista al núcleo familiar o a lo que de él queda, se vuelve el detonador de confrontaciones pasionales por largo tiempo contenidas.
En esta ocasión, el joven dramaturgo homosexual Louis (Gaspard Ulliel) regresa de Canadá a su hogar natal en Francia después de 12 años de ausencia. La visita tiene un propósito preciso y duro: anunciar a los suyos su muerte inminente. La llegada del exitoso escritor, ahora enfermo terminal (aun cuando nada en su apariencia sugiere esa condición trágica), será el motivo para que cada miembro de la familia manifieste, cada uno a su manera, la dificultad de retomar el diálogo afectivo por tanto tiempo suspendido. Cada tentativa del protagonista por revelar el pesado secreto que ha precipitado su regreso se topa con un muro de incomprensión y de reproches histéricos, frustraciones inocultables, reclamos por una reciprocidad sentimental tardía, ajustes de cuentas motivados por el recelo o por la envidia. Para un Louis desahuciado, ese ámbito familiar se muestra inopinadamente como la siniestra anticipación terrenal de un probable infierno.
Xavier Dolan saca aquí el mejor partido de un reparto for- midable. Primeramente, la hermana menor, Suzanne (Léa Seydoux), agresiva e injusta en su torpe anhelo de recobrar algo del tiempo perdido al lado del Louis admirado a quien apenas conoce. Viene luego el irascible y rústico Antoine (Vincent Cassel), el hermano mayor deseoso de proteger sus privilegios patriarcales en una casa ya sin padre, receloso también ante la llegada del intruso letrado que le recordará su mediocridad y su ignorancia; y de modo muy especial, la madre (Nathalie Baye), extravagante y sorprendentemente lúcida, que intuye en el regreso del hijo pródigo una nueva oportunidad perdida. Y como testigo ubicuo, de sensibilidad erizada, Catherine (Marion Cotillard), esposa de Antoine, consciente de un secreto cuya revelación se ha vuelto ya, paradójica y dolorosamente, un tanto inútil.
Desde las primeras escenas, el espectador está advertido del desenlace ineluctable. La trama. dramáticamente densa, con una profusión de diálogos muy ásperos, para algunos estridentes, abre sin embargo los resquicios para fugaces momentos de intensidad sentimental que el director maneja con una maestría sorprendente, en la vena del François Ozon de Tiempo de vivir (Le temps qui reste, 2005), aunque con el añadido aquí de un gran brío en el manejo de la cámara y de la mirada corrosiva que el realizador lanza de nuevo a un núcleo familiar que para él sigue siendo tan odioso como entrañable.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional. Funciones: 12 y 18 horas.
Twitter: @Carlos.Bonfil1