uestra cultura ha privilegiado a la escritura como una fuente para alimentar la historia, pero muchas veces los objetos han dado pruebas más contundentes del pasado que muchos textos. Los objetos nos permiten vislumbrar una cultura, un pasado desnudo sin otro ropaje que lo que ocurrió.
La historia ideal deberían contarla los textos y las cosas. Los objetos dejan rastros, huellas, pistas, como bien lo saben Paulina Newman y Neil McGregor. Por lo demás, la biografía de las cosas
siempre resulta más confiable para documentar nuestros días.
Frente a verdades históricas
de papel de china, la contundencia de los objetos pocas veces deja lugar a dudas: las vértebras compactadas generalmente fueron de esclavos en el antiguo Egipto, por los grandes pesos que cargaban, y los macabros tzompantli, armados con cráneos perforados, sólo podrían ser las cuentas de un ábaco gigante que contaba la cuenta de los días de gloria de los vencedores y el monumento del horror de los vencidos.
Miguel León-Portilla supo desde muy joven que la historia no puede hacerse únicamente mediante textos, pues la escriben siempre los vencedores. Está llena de equívocos y distorsiones accidentales o minuciosamente deliberadas, como nos deja ver en su libro ya clásico Visión de los vencidos. Los objetos, en cambio, nos ofrecen datos duros, una información silenciosa y también irrebatible.
En un país donde la historiografía se desarrolla con frecuencia al ritmo de los sexenios, la biografía de las cosas parece ser nuestro mejor espejo del pasado.
En estos días en los que un niño tiene más acceso a la información que un sabio del Renacimiento, gracias a la Internet, y en los que más se ha escrito en la historia de la humanidad aunque se haga en prosa tartamuda, uno de nuestros más grandes retos debe ser, me parece, aprender a discriminar.
Qué bueno que niños y maestros tengan tabletas y acceso a la Internet. Sería mejor, sin embargo, si además padres y mentores enseñaran a niños y jóvenes a separar la cizaña del trigo.
Más que inventarios de fechas, nombres y batallas, nos urge encontrar el origen de los cambios en la biografía de los objetos; más que interpretaciones con adjetivos o sin ellos, necesitamos dejar que las cosas hablen.
Museos y bibliotecas tienen un lugar destacado en esta necesaria tarea de discriminación. Unos y otras nos ofrecen una selección de libros y de objetos. Por eso en estos recintos debe importar más que estar al día, garantizar que unos y otros sean un buen espejo retrovisor.
Ya sabemos que toda biblioteca es un proyecto de lectura y que toda biblioteca pública es un proyecto colectivo para fijar la memoria de la comunidad y construir el futuro.
Los libros son nuestro disco duro, nuestra memoria ampliada: nos permiten saber qué pensaron, imaginaron, descubrieron los mejores de nosotros.
Esa es una de las funciones de bibliotecas y museos. Unas y otros, por cierto, no son lo que hace cien años: si antes unos pocos los visitaban y estaba bien que así fuera para la sociedad de su tiempo, ahora se buscan nuevos y mayores públicos. Aspiran a que la gente común acuda a sus recintos como se acude a un parque.
Discriminar es reconocer que sin pasado no hay futuro y que asomarse al espejo retrovisor sólo puede ser una tarea colectiva.