as posiciones retrógradas de Donald Trump tuvieron suficiente respaldo electoral para llevarlo al poder. En los inicios de su campaña para lograr la candidatura presidencial del Partido Republicano, el empresario fue considerado por los principales medios de prensa estadunidenses casi un lunático sin posibilidades de llegar a la Casa Blanca. Paulatinamente se posicionó en las encuestas y gracias al caduco sistema mediante el cual se obtiene la presidencia en Estados Unidos se hizo de los necesarios votos electorales para levantarse con el triunfo.
Trump no consiguió la mayoría de los sufragios entre el total de quienes acudieron a las urnas, pero la intrincada forma en que se dirime quién será el titular del Poder Ejecutivo en Estados Unidos (donde se lleva todos los votos electorales quien vence en un determinado estado, y el contrincante se queda con las manos vacías), ha derivado en el arribo al poder de un supremacista blanco que cautivó a millones de personas con discursos en los que cargaba las culpas de la declinación económica de ese país en las espaldas de indeseables que, según él, se apropiaron indebidamente de los empleos que deben ser para los estadunidenses.
Las batallas culturales, y políticas, no se ganan para siempre. Por determinadas luchas y logros en el terreno de los derechos humanos las sociedades se democratizan y así en ellas son reivindicados sectores de la población antes marginados y discriminados. Pero tales avances no pueden darse por sentados de una vez y para siempre, ya que constantemente los adversarios de una sociedad abierta buscan cerrar el paso a la diversificación. En Estados Unidos las luchas por los derechos civiles crecieron en la segunda mitad del siglo XX, particularmente en la década de los años sesenta, y se anotaron victorias que fueron plasmadas en leyes y obtención de espacios que visibilizaron a minorías y sus identidades.
Buena parte del éxito de Donald Trump se debe a que públicamente, durante sus mítines de campaña y entrevistas, expresó ideas subyacentes en una significativa franja de la población estadunidense que considera es necesario poner un drástico alto a la pluralización de la sociedad. Al presentarse como quien regresará su esplendor a esa nación y logrará tener pleno dominio sobre el entorno global que considera le es hostil, Trump alcanzó fibras sensibles entre millones de ciudadanos, pero no exclusivamente blancos.
La propuesta de Donald Trump para reconstruir la grandeza estadunidense se basa en un discurso esquemático, al igual que simplifica la complejidad del sistema-mundo, así como las particularidades de Estados Unidos, en unas cuantas frases que tienen por objetivo hacer creer a sus seguidores que la solución para todo descansa en la mera voluntad para dar un golpe de timón. La originalidad
de Trump no fue que dio voz al resentimiento de quienes se consideran dañados por la globalización que ha mermado el poder estadunidense, sino que él mismo es un resentido con dicho proceso y pretende revertirlo con soluciones aldeanas.
El mainstream liberal de los grandes medios informativos estadunidenses se posicionó abiertamente contra Donald Trump. Hicieron devastadoras críticas de su mesianismo y lo evidenciaron como un empresario millonario, cuya fortuna se debe, en buena parte, a la especulación y un equipo de abogados que conoce bien los resquicios legales por los cuales introducirse para que a su cliente se le resbalen múltiples acusaciones de fraude y también haya podido tener favorables resoluciones de bancarrota.
Con el mencionado mainstream en contra, pocos observadores políticos le daban posibilidades de obtener la victoria en las elecciones presidenciales a Donald Trump. Consideraban que las posiciones del multimillonario empresario eran caducas y no tendrían cabida más allá de un electorado focalizado en la población blanca menos escolarizada y religiosamente conservadora. Sin embargo, Trump alcanzó simpatías electorales más allá de las fronteras delineadas por sus críticos y pudo posicionarse como un outsider entre quienes, por distintas razones, ya no desean que habite la Casa Blanca un integrante de la clase política que tradicionalmente ha ocupado la presidencia de Estados Unidos. Desde este punto de vista, Trump es un ciudadano que se impuso a la maquinaria partidista, la que no tuvo de otra más que darle cabida en su seno gracias al apoyo de la ciudadanía. Así lo ven sus partidarios y él sacó tajada de tal percepción.
Las convicciones y prácticas racistas que han emergido al triunfo de Trump son preocupantes, porque muestran facetas de un supremacismo que no se esperaba que resurgiera. El neotribalismo blanco, y de quienes sin ser blancos simbólicamente se han emblanquecido al identificarse con el proyecto trumpista, pretende restaurar el dominio de los suyos vulnerado por el proceso de integración cultural que se intensificó mediante distintas lides en favor de los derechos civiles. Es prácticamente imposible que el restauracionismo pueda alcanzar su objetivo, pero quienes buscan avanzar mirando hacia atrás van a intentar por distintos medios construir un paraíso excluyente, en que sólo haya cabida para ellos. Las movilizaciones para mantener cerrada la caja de Pandora trumpista ya están en las calles, centros educativos, organizaciones comunitarias y ciudadanas de Estados Unidos. Allí se está librando una batalla cultural de repercusiones globales.