os franceses siguieron con atención las elecciones que acaban de concluir en Estados Unidos, cuyos resultados han causado tanta sorpresa a los medios de comunicación al desmentir todos los pronósticos de los sondeos con la victoria del candidato republicano Donald Trump. Un verdadero sismo, un terremoto político, tal es el primer efecto de esta elección. Los expertos politólogos franceses se despertaron crudos. No saben qué decir, ya no se atreven a correr el riesgo de proponer, con un mínimo de autoridad, un comentario o un análisis, pues la humillante prueba de sus errores les ha sido administrada por un resultado exactamente contrario a todas sus previsiones.
La información ha dado la vuelta al mundo. Síntoma característico de nuestro mundo moderno, la prensa y los medios de comunicación de numerosos países dan, a menudo, más espacio a los resultados de las elecciones estadunidenses que a los acontecimientos políticos que se desarrollan en su propio territorio. Si era necesaria una prueba del poder de un imperio, esta fascinación por todo lo que ocurre en Gringolandia proveería un testimonio irrefutable.
El desenlace del escrutinio era esperado por todos aquellos que deseaban conocer el nombre del vencedor, aunque hubiesen, ellos mismos, escogido el de Hillary Clinton, confiando en los sondeos que los habían persuadido de que ella sería la primera mujer en entrar a la Casa Blanca, ya no como primera dama
, sino como presidenta.
El estupor fue grande, la decepción inmensa. La campaña electoral, que se desarrolló durante semanas y meses, fue seguida por innumerables personas tanto en Francia como otros países de Europa, y en ocasiones con una pasión tanto más viva que, no siendo electores, su opinión no podía tener gran influencia, para no decir ninguna, en el resultado final.
Pero la pasión política había arrastrado la opinión pública a creer en una victoria ineluctable de la candidata demócrata. A tal punto que el secretariado del presidente Hollande, en el Elysée, no había preparado más que un solo mensaje de felicitaciones dirigido a la única elegida posible: Hillary Clinton. Así, fue, pues, necesario redactar otro, estrictamente protocolario, a fines de la mañana.
Uno de los fenómenos que, sin duda, marcó más la imaginación de los franceses parece haber sido el extraordinario desborde de insultos intercambiados en el curso de esta campaña, y en particular las acusaciones de carácter sexual o sexista. Por una parte, había la posibilidad de que una mujer accediese a la presidencia de Estados Unidos, lo cual era un acontecimiento, por otra, los ataques sobre la sexualidad de Donald Trump como de Bill Clinton ocuparon un lugar tan importante en las acusaciones recíprocas que la cuestión de las relaciones y conflictos entre los sexos se convirtió muy pronto en un asunto crucial. Esta fijación típicamente estadunidense sobre las costumbres sexuales de los responsables políticos no es precisamente una tradición francesa. En Francia, tanto en los medios como en los debates, por implacables que sean, se ha establecido una especie de consenso para no mezclar vida privada y vida pública. Que un político sea casado o soltero, fiel o infiel, homosexual o mujeriego, aunque estas informaciones alimenten revistas especializadas en este género de reportajes y chismes, no interesa sino de manera superficial a la gran mayoría de electores. En cambio, los franceses se apegan de más en más a la paridad, la igualdad de derechos, tanto en lo que toca a los salarios como al acceso a los puestos de poder entre hombres y mujeres.
El machismo no es una especialidad francesa. Así, Trump les parece un personaje fuera de moda. En cuanto al gusto por el relumbrón, a juzgar por sus departamentos, si hace de Trump el representante ideal y meta del American dream, los franceses lo ven como una caricatura de todo lo que les choca en los advenedizos. En suma, un advenedizo advenido. ¿Hasta dónde?