i quiero tenerlo. Cuando los linchamientos se generalizan y se hacen cada vez más sangrientos, cuando aparecen justicieros anónimos
que ejecutan con tiro de gracia como cualquier sicario (o como los soldados en Tlatlaya), cuando las televisoras convierten al ejecutor en héroe, veo asomar a la vuelta de la esquina las peores experiencias históricas de Occidente.
El inicio de la Edad Media es la respuesta al colapso de Roma. Muy romántica a la distancia la era de las tablas redondas y las caballerías con sus admirables códigos. Pero esa época, en la que supuestamente cualquiera podía armarse para defenderse, es la de la servidumbre, el vasallaje, el derecho de pernada y los barones de horca y cuchillo. El que no tenía un caballo y una espada o no sabía usarlos (eran muy caros y se requerían años de entrenamiento) estaba a merced del que los tenía. El que no tenía sino su espada, estaba a merced de quien tenía 10 (por lo que juraba vasallaje). Y el que tenía 100 espadas aplicaba la justicia
a su modo y su gusto en la comarca que sus 100 espadas le aseguraban, mientras juraba vasallaje al que tenía mil espadas. De esa justicia nace la más deliciosa parodia de la historia: la del loco que sale a los caminos sin más brújula que su voluntad; la de su escudero que impartió justicia en la ínsula que gobernaba.
Pero Colt igualó al hombre (dicen los partidarios de Trump y Batman). Confunden la historia del far west con las películas de Hollywood. En la realidad, las armas sirvieron para construir una sociedad injusta, excluyente, racista y polarizada. Los pueblos y los particulares nunca tuvieron la capacidad ni la posibilidad de defenderse con eficacia frente a las bandas organizadas vinculadas al poder, y vertieron su impotencia contra otros más débiles que ellos (http://www.jornada.unam.mx/2014/02/ 25/opinion/021a2pol).
El horror nazi se expresó de manera más brutal y despiadada no donde fue ejercido sistemáticamente por el Estado, sino donde la ocupación hizo desaparecer al Estado (http://www.jornada.unam.mx/2016/03/ 22/opinion/020a2pol). El terror creciente es también la marca de la autojusticia
en el Michoacán de Inés Chávez García, la Huasteca de Manuel Peláez, El Salvador de las maras o en Colombia y Perú, donde autodefensas y paramilitares se convirtieron en una pesadilla peor que aquella que supuestamente combatían.
Podía poner 100 ejemplos. El resultado siempre es similar: ante la desaparición o la impotencia del Estado y la proliferación de armas para sustituirlo, hay siempre más muertos, más venganza ciega, más injusticia expedita, y al final la ley de los que mejores armas puedan comprar y mayor número de armas poner en la liza: la ley, sin límites ni contención, de los fuertes, los despiadados, los ricos y poderosos.
Me dirán que la violencia brutal de los armados y los despiadados es nuestra realidad hoy. Es parcialmente cierto: el hecho emblemático del sexenio (la noche de Iguala) pone en evidencia la colusión en niveles aún no determinados entre las mafias criminales y la estructura del Estado en los tres niveles de gobierno, que se traduce en la impunidad de los criminales y la impotencia de los ciudadanos inermes. De acuerdo. Pero quienes elogian al ejecutor, al que llaman justiciero, usan argumentos muy parecidos a quienes creen que los dos normalistas ejecutados en diciembre de 2011 y los 43 desaparecidos en septiembre de 2014 se lo merecían
. Esa es la ley de los justicieros: ellos deciden a quién castigar, cómo castigar (generalmente, con la muerte).
¿Cuántos de estos justicieros
han desactivado una red de trata de personas, una banda de secuestradores coludidos con la policía?, ¿cuántos han atrapado a un ex gobernador prófugo y enriquecido o a un político señalado con pruebas de partícipe en redes pederastas? Como en el far west: los pueblos no podían contra las bandas al servicio del poder, sólo con los apaches y los pistoleros solitarios.
Estamos ante la crisis terminal de un régimen que abdica de las responsabilidades que el pacto social de 1917 adjudicó al Estado: salud, educación, seguridad social, derechos laborales, control de los recursos estratégicos. Ahora abdica también de su obligación de garantizar la vida y la seguridad, y querría también privatizarlas, responsabilizar de ellas a los privados para que (como con la salud o la educación privatizadas) los ricos y poderosos las tengan garantizadas, y los pobres estén cada vez más desprotegidos. Otros jugosos negocios: las armas, la seguridad.
¿Resignarnos? No. Pero la salida no es armarnos. La salida es política y pasa por la reconstrucción del estado de derechos (en plural: derechos individuales y sociales) bajo un nuevo pacto social. La salida pasa por echar al régimen que abdica de sus responsabilidades y pretende privatizarlo todo.
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