epudiada internamente por inoportuna, equivocada y desastrosa, la visita de Donald Trump a México, el pasado 31 de agosto, sumió al gobierno de Enrique Peña Nieto en la más profunda crisis institucional del sexenio y exhibió una política exterior de coyuntura y reactiva, sin estrategia, planeación ni principios, pusilánime, irresponsable y torpe, propia de una república bananera. De paso, ese patético error diplomático con que es considerada la relación bilateral más importante: Estados Unidos, dañó los nexos con el presidente Barack Obama y la candidata presidencial demócrata, Hillary Clinton, y exhibió a México como un país con instituciones débiles y políticos cipayos.
Del extravío de la otrora mundialmente respetada diplomacia de Tlatelolco
–por la antigua sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores en la plaza de las Tres Culturas− da cuenta el hecho de que en los últimos cuatro años México ha tenido tres embajadores en Estados Unidos: Eduardo Medina Mora, Miguel Basáñez y Carlos Sada Solana, lapso en el que la misión diplomática, ubicada en el 1911 de Pennsylvania Ave. NW de Washington DC, estuvo incluso seis meses sin titular.
Sin embargo, el despiste, la desorientación y la consiguiente poca o nula incidencia de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) en las tareas que le son propias –comenzando por su principal función, que es política y debería responder a los principios constitucionales de una política exterior de Estado, con énfasis en la defensa de la soberanía nacional y la integridad del país– se inició hace casi tres décadas, cuando el gobierno de Carlos Salinas se concentró en la concertación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con Estados Unidos y Canadá, de cuya negociación excluyó a los profesionales de la diplomacia mexicana.
Como dijo entonces el ex director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) William Colby, el TLCAN fue un instrumento para desvanecer
la soberanía y reorientar
el papel y la existencia misma del Estado nacional mexicano. A partir de entonces la Casa Blanca impulsó una estrategia que se dio en llamar el neoliberalismo disciplinario
, que marcaría los límites de la vocación principista y latinoamericanista del Estado mexicano.
Así, mientras en el ámbito de la diplomacia se iban apagando el profesionalismo y el apego a los principios de la autodeterminación de los pueblos, la no intervención, la solución pacífica de las controversias, la proscripción de la amenaza y el uso de la fuerza en las relaciones internacionales y la igualdad jurídica de los estados –que desde 1988 forman parte de la fracción 10 del artículo 89 de la Constitución Mexicana−, se profundizaba la subordinación política de los sucesivos presidentes en Los Pinos a los dictados de Washington.
Otros temas que en las últimas dos décadas han acaparado la atención de los gobiernos en turno y las relaciones con Estados Unidos son la seguridad y la lucha contra el narcotráfico. Durante el sexenio de Ernesto Zedillo, Washington presionó y logró establecer un tercer vínculo
(el militar) entre el Pentágono y las fuerzas armadas locales, lo que a la postre derivó en una acelerada militarización de la lucha antidrogas. Y ya durante el mandato de Vicente Fox, de la mano de su canciller Jorge G. Castañeda Gutman –quien diseñó una nueva diplomacia activa
y pragmática
, mediante lo que definió como una cesión inteligente
de la soberanía–, el país se encaminó hacia un total alineamiento político-ideológico subordinado a la Casa Blanca y Wall Street. En 2002 México sería incorporado de facto al perímetro de seguridad
del territorio continental de Estados Unidos, bajo control del nuevo Comando Norte del Pentágono.
De ese sexenio quedaron para la historia negra de la diplomacia mexicana episodios como el famoso comes y te vas
de Fox al presidente cubano Fidel Castro, y el rudo enfrentamiento durante la cuarta Cumbre de Presidentes de las Américas, en Mar del Plata, Argentina, entre Fox y Hugo Chávez, cuando éste llamó cachorro del imperio
al Presidente mexicano y dijo que se arrodillaba
ante Estados Unidos, lo que derivó en el retiro recíproco de embajadores.
Durante los regímenes de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto la imagen exterior de México sufrió un desgaste acelerado, debido a la irrupción de una violencia multidimensional y anárquica cuasi de guerra civil −de apariencia demencial, pero planificada–, que dislocó el estado de derecho y que desde septiembre de 2014 erigió los dantescos hechos de Iguala en símbolo global de la barbarie extrema –con su estela de seis ejecuciones sumarias extrajudiciales, la tortura y el desollamiento del normalista Julio César Mondragón y la detención-desaparición forzada de los 43 estudiantes de la escuela normal rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa–, lo que generó el rechazo y la repulsión de la comunidad internacional. Porque, aun concediendo el uso de la propaganda y el enmascaramiento de información como acciones propias del Estado, ¿cómo podrán explicar al mundo los diplomáticos mexicanos hechos de tal gravedad sin caer en la trivialidad ni en el ocultamiento de acciones tan aberrantes?
A últimas fechas vino a sumarse el grave incidente entre el ex canciller José A. Meade y el relator de la ONU sobre la tortura en México, Juan Méndez, y el vergonzoso desaguisado ante la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) en torno al cambio del voto mexicano sobre la propuesta Palestina ocupada y el templo del monte en Jerusalén, que culminó con el cese fulminante del representante ante el organismo, el inexperto Andrés Roemer, un ex comentarista de Tv Azteca criticado por su actuación como cónsul en San Francisco, donde organizó un festival al que invitó a Donald Trump, cuando el candidato republicano iniciaba su polémica campaña presidencial con dislates racistas y xenófobos contra los mexicanos sin papeles legales en Estados Unidos.