scribo no un día, sino una semana antes de la jornada electoral estadunidense. No en la víspera realmente, sino en los días finales de una campaña electoral que deja, me parece, un mal sabor de boca generalizado. El menos presentable de los candidatos –cuya presencia apabullante en los medios se ha tornado repulsiva, al menos para mí– logró imponer su deplorable estilo y sumir el debate en simas de banalidad y mal gusto. Ninguna democracia podría sentirse, no se diga orgullosa, sino simplemente satisfecha con la experiencia vivida en los últimos meses en la campaña electoral de Estados Unidos.
La elección del 8 de noviembre se ha calificado como la más trascendente en varias generaciones. Las cuestiones que podrían decidirla, a juzgar por el tono y contenido de las controversias, no son las opciones, las alternativas de orientación y rumbo de la nación, que en realidad definirían la trascendencia que se le atribuye. Se trata, más bien, de diversos aspectos de las conductas personales de cada candidato, que descalifican por completo al republicano y hacen surgir dudas sobre la idoneidad de la demócrata. Bastaría una de las diversas conductas reiteradas de Trump –desde su historial como hombre de negocios inescrupuloso, discriminador y contumaz evasor fiscal, hasta la mendacidad patológica y el reiterado desprecio y violación de las normas básicas de respeto hacia otros seres humanos, especialmente hacia la mujer– para que se le considerara indigno de asumir la responsabilidad a la que aspira. En el caso de Clinton, es motivo de preocupación, como han señalado diversos analistas, su aparente incapacidad para deslindar las conductas públicas del interés privado y evitar acciones que se sitúan en la frontera de la legalidad, en su afán de secrecía. Es evidente, sin embargo, que en este terreno –el de las conductas personales– los saldos no son equivalentes y la balanza se inclina, en mi opinión de manera indudable, en favor de la segunda.
Suele aceptarse que un gobierno demócrata mantendría, en general, el rumbo de política económica marcado por Obama, que, primero, consiguió salir del laberinto de la recesión; más adelante, permitió restaurar la ocupación hasta niveles próximos al pleno empleo y recuperar en parte la dinámica de crecimiento, y a últimas fechas, fortalecer componentes básicos del sistema de salud y apuntar hacia una moderación de la desigualdad distributiva. Clinton introduciría, sin duda, ajustes y adecuaciones, pero mantendría una orientación general favorable al crecimiento y la distribución. En cambio, un gobierno republicano rompería esta secuencia a partir de una reforma fiscal regresiva, que incluiría reducciones enormes a los impuestos de los más altos rangos de ingreso, con la idea de detonar un ciclo virtuoso de inversión-crecimiento. Esta estrategia, que ha fallado en muy diversas instancias, sin duda desembocaría en mayores déficit presupuestales y en una nueva recesión a la vuelta de algún tiempo.
Ha querido encontrarse un punto de coincidencia en las posiciones de ambos candidatos en su rechazo al Acuerdo de Asociación Transpacífico, el TPP, y sus llamados para revisar o reformar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Me parece que, del lado de Clinton, esta actitud refleja una lectura actual de la opinión política ahora prevaleciente respecto de nuevos entendimientos de libre comercio
que meramente continúan e intentan revivir una estrategia agotada. Del otro lado, es más bien una posición propagandística, demagógica, que intenta ganar el favor de electores que se han visto afectados por lo que podría llamarse la práctica del libre comercio en los decenios recientes. Al reaccionar ante este tipo de enfoques, poco ayudan las reiteraciones retóricas. Resulta mucho más útil reconocer, como propone Dani Rodrik, que se ha incurrido en el error de exagerar los beneficios y subestimar los costos de la liberalización comercial. De acuerdo con una referencia aparecida hace unos días en el NYT, Rodrik ha señalado que si los demagogos aislacionistas, que plantean censuras sin sentido sobre el comercio [internacional], son escuchados, parte de la responsabilidad debe atribuirse a los fundamentalistas del libre comercio
–que ahora plantean, entre nosotros, una inmediata ratificación mexicana del TPP.
Quizá el aspecto más repulsivo de las propuestas de Trump sea el relacionado con las minorías étnicas, de origen nacional o profesión religiosa, principalmente. Desde las bien documentadas prácticas discriminatorias vinculadas a fases tempranas de su desarrollo empresarial, hasta las inexcusables expresiones repetidas sin cesar en su campaña, de las que mexicanos y musulmanes resultaron víctimas privilegiadas. No importa que las propuestas específicas, violatorias de los derechos humanos, sean absurdas y básicamente irrealizables –tanto las deportaciones en masa como la erección de murallas impenetrables, o la prohibición del ingreso de individuos o grupos a partir de su fe religiosa, su región de origen o su nacionalidad. Como antes se dijo, un candidato que alimenta y fomenta los prejuicios de sus electores, así como sus reacciones más primitivas, difícilmente puede considerase adecuado. Se discutirá por largo tiempo si la presencia del primer presidente afroamericano dio lugar a un perverso resurgimiento de actitudes y prejuicios que bordean el racismo o lo expresan sin embozo, al menos en un segmento de la población estadunidense.
Hace dos semanas, a mediados del mes pasado, parecía claro que, tal como lo mostraban las encuestas –tan abundantes, repetidas y, a veces, contradictorias–, una bien definida y amplia mayoría del electorado estadunidense se había inclinado por la única opción racional y Clinton avanzaba hacia una victoria contundente, que se reflejaría también en el cambio de mayoría, al menos en el Senado. Entonces, a 11 días de la elección, se produjo la sorpresa de octubre
: la inusual decisión del director de la FBI de propalar la reanudación de una pesquisa sobre los correos electrónicos de Clinton, que él mismo había pronunciado terminada. Pronto ganó terreno la hipótesis de que parece haber existido la intención de influir en el proceso electoral, lo que sin duda ocurrió. Así, seis días antes de la elección, ha reaparecido la incertidumbre sobre el resultado, incluso la posibilidad de que la votación ciudadana y los votos electorales difieran. Sin embargo, la mayor probabilidad parece apuntar todavía a una victoria demócrata, aunque con más baja concurrencia a las urnas, margen más estrecho y permanencia de las actuales mayorías en el Congreso.