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Todo comenzó por el fin
E

n busca de una generación perdida. Del documentalista colombiano Luis Ospina se conoce en México el conjunto de su obra, primeramente gracias a los festivales de cine, luego por la retrospectiva que hace dos años le dedicó la Cineteca Nacional. Gracias a Ospina se conoce también parte de la obra de su antiguo colaborador, el cineasta Carlos Mayolo, con quien filmó en 1977 el mítico corto documental Agarrando pueblo, sobre la actitud paternalista con que algunos directores latinoamericanos solían filmar la pobreza en sus países, un pintoresco tremendismo que más tarde se denominaría pornomiseria. Pero tal vez la figura más interesante y perturbadora que rescata el director es la del guionista y dramaturgo, novelista y crítico de cine Andrés Caicedo, amante también de la música popular y animador de revistas y de un cine club; un brillantísimo joven iconoclasta que siempre profesó la idea de que no tenía sentido vivir después de los 25 años, y que consecuentemente falleció, por decisión propia, justo a esa edad, habiendo publicado varios libros y marcado con su personalidad y trabajo a una generación entera. Un joven entregado de lleno a su labor artística y al disfrute de la vida, acompañado siempre de su máquina de escribir hasta en las mejores fiestas, y conocido por sus amigos como Pepito metralla por su conocida manía de sentarse a tabletear de un solo impulso sobre las teclas, como si el tiempo no fuera suficiente, según refieren Luis Ospina y Sandro Romero Rey en el prólogo a Ojo al cine (Editorial Norma, Bogota, 1999), compilación póstuma de sus críticas cinematográficas.

En Todo comenzó por el fin, ambiciosa crónica personal y colectiva de tres horas y media, Luis Ospina refiere, en clave autobiográfica, cómo habiendo presentido el final de su existencia por una enfermedad considerada terminal, y a la que por fortuna sobrevive, decide realizar el retrato de esa generación, la del llamado Grupo de Cali, o de modo más lúdico, Caliwood, amigos y adictos del cine con quienes convivió y trabajó, y a los que vio desaparecer uno a uno, hasta quedar apenas un puñado de sobrevivientes a quienes hoy entrevista para evocar, con el apoyo de un valioso material de archivo, las atmósferas culturales y el paisaje de una cinefilia colombiana sin parangón alguno en el resto del continente de habla hispana. Lo más distintivo de ese colectivo artístico, que incluyó a Ricardo Duque y Hernando Guerrero, reunido desde 1971 en una casa, Ciudad Solar, microcosmos de una contracultura muy en boga en tiempos de la revolución sexual, fueron las actitudes inconformistas y disidentes de sus miembros, el dandismo provocador de Andrés Caicedo, la irreverencia política de Ospina y de Mayolo, y el activismo cultural de quienes conciben la revista Ojo al Cine cuyos números se escriben y editan en esa suerte de comuna libertaria que fue o quiso ser Ciudad Solar.

Todo comenzó por el fin, título sugerente, organiza su conjunto de testimonios orales y visuales a partir de ese falso desenlace fatal del cineasta que se vuelve el mejor detonador de las evocaciones entrañables, comenzando así por el supuesto final de una vida el recuento de tantas otras, muy cercanas, que marcaron todo un hito en la cultura colombiana. A este conjunto de vivencias evocadas, el propio Caicedo le habría dado tal vez, con su característica ironía, el título de uno de sus mejores cuentos, Destinitos fatales, para señalar algo que Ospina, con su discreción proverbial, apenas deja entrever en su documental, y es la manera en que ese culto al cine practicado por el Grupo de Cali dejó, luego de la desaparición de muchos de sus miembros, un gran terreno baldío en el que la cinefilia y el ejercicio de la crítica de cine no pudieron ya prosperar con una pasión pareja o con estímulos culturales semejantes. El documental de Luis Ospina semeja así, más que el tributo a una generación desaparecida, el réquiem por una cierta manera de ver cine –cine clásico, cine de géneros, cine popular– desplazada y casi vituperada después por la insistente manía de interpretar el fenómeno fílmico a partir de claves académicas y no tanto ya a partir de aquella primigenia capacidad de asombro colectivo frente a la pantalla. Como en el formidable documental Nuestra película (Ospina, 1993), sobre el final de la vida del pintor colombiano Lorenzo Jaramillo, la experiencia límite de una enfermedad grave es la que libera aquí el flujo de la memoria del cineasta para entregar a los espectadores el balance de una intensa experiencia personal y de las mejores vivencias colectivas.

Se exhibe en la sala 10 de la Cineteca Nacional a las 19:15 horas.

Twitter: @Carlos.Bonfil1