uiero decir que la influencia de un poeta existe. Tanto mejor si Mr. Bob Dylan te atrapó en la infancia, si desde un principio su expresión te recordó la tuya y la corrigió. A pesar de que yo no fui el cuervo herido bajo su ventana, él la abrió y me ha invitado a ver de cerca las líneas de sus sueños. He llenado agenda tras agenda de sus agendas de visitas, y puedo jurar que él ha vivido conmigo toda mi vida y a su vez me ha frecuentado cuando ha querido, a cualquier hora, en cualquier parte, bajo cualquier clase de circunstancias. Aquí estoy, me ha cantado. Ha sido un poeta libre permanente, con la palabra justa a la entrada de mi oído, en la punta de la lengua de mis facultades mentales, tanto conocidas como desconocidas, ha estado clavado en el ojal rojo de cada pliegue de mi corazón.
Como buen poeta, durante años me ha hablado en mis propias claves, adolescentes de cuerpo y alma, jóvenes una vez, maduras de huesos y de vista. Me ha enseñado a no tragar polvo y a sí escupir las ilusiones, y también a correr caminos de días y de continentes con botas españolas de piel española con las manos en los bolsillos y los hombros subiendo y bajando, exacerbados de protestas instintivas por una causa sola, la de la esperanza sin pavimentar, interrumpida por la noche y los barrancos. Hazte a un lado, oh, viejo mundo viejo, si no me puedes auxiliar, quítate, no lastimes el panorama de una luna sin cielo. Tus modos se han debilitado, no me arranques la piel ni me arropes con camisas de fuerza y naturalezas muertas. Mi desnudez y mis leyendas son para mí, no para ti que oyes ruidos inexistentes en la antigüedad. Es mi armónica y mi voz, son mis palabras y mis variaciones musicales, las de la cuneta del fin del mundo. Soy la música nueva, la poesía nueva. Nacimos con el paraíso original.
En la Ciudad Antigua de Barcelona, en la esquina de Banys Nous y Call, está la sombrerería Capells Obach. Los dos aparadores están atiborrados de sombreros sobre bases individuales. Pero cada uno exhibe su forma completa desde cualquiera de sus ángulos iluminados. De ala corta, de ala ancha, gorras, boinas, bonetes, cachuchas, barretinas, birretes, monteras, coscorroneras, turbantes y boinas vascas, con cintas, con flecos, con cadenas, de piel, de fieltro, de paja, de telas sintéticas. Mr. Bob Dylan los miraba, de espaldas a la transeúnte que lo miraba mirarlos, ajeno a mi proyección en los espejos biselados de las vitrinas ante las que él rendía el eterno homenaje del niño pobre y el juguete enmarcado en brillos y caoba que él no alcanza. Que coma pastel.
Mr. Bob Dylan, Premio Príncipe de Asturias de las Artes 2007, tenía enfundado en la cabeza un sombrero blanco grande. Los costados del saco negro de piel que llevaba puesto se alzaban y se arrugaban a la altura de los bolsillos del pantalón, pues ahí era donde Dylan tenía metidas las manos. Yo habría querido ver de cerca esas manos. Juzgué la delgadez de sus piernas por la estrechez del pantalón. Y contra la base de mármol verde de los aparadores vi la punta de sus botas y el pie, y, por más que me habría gustado pararme dentro de su calzado, no me atrevo a confesar que no me gustaron, eran de piel de víbora de cascabel, del lejano Oeste salvaje, y me parecieron aterradoras.
Mr. Bob Dylan, lo llamé en inglés pero en silencio; querido Mr. Bob Dylan. Aquí estás y no te mueve mi llanto.
Entonces sucedió lo inesperado. Giró sobre sus talones. Con tres dedos de la mano derecha se tocó apenas el borde del ala del sombrero y, al mismo tiempo que entre su barba mal rasurada sus labios me sonreían, se inclinó ligeramente hacia adelante y la derecha, en dirección de su brazo alzado, en un gesto de reverencia sin guitarra ni teclado que pretendía ser gracioso y amable, como si él hubiera oído medio siglo de mi clamor y me agradeciera la compañía y la confianza. Se invirtieron los papeles, pensé, perdida, bajo la lluvia y no precisamente bailando.