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Payasos horripilantes

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as colectividades tienen maneras extrañas de procesar las cosas y a veces las realidades son tan aterradoras que es preciso convertirlas en símbolos mínimamente digeribles, y qué mejor cruza alegórica que la del payaso con el asesino para referir los sucesos y personajes de nuestro tiempo en forma menos dolorosa que la noticia real. El híbrido no es ninguna novedad, por cierto. Hollywood lleva muchas décadas fabricando productos de terror –algunos de ellos datan de la época del blanco y negro– en los que un carácter originalmente pensado para hacer reír trastoca de manera súbita su papel y se convierte en un perseguidor espantoso.

Por lo demás, el payaso es un arquetipo muy anterior al nombre que le damos actualmente y está presente en múltiples culturas. En su configuración de bufón de corte existía ya en Egipto y en China siglos antes de Cristo, así como en la Tenochtitlan mesoamericana; es figura central en las tradiciones carnavalescas del medioevo europeo; en el siglo XVI toma los hábitos del Arlequín en la Commedia dell'Arte o del Pierrot, su advocación francesa; queda incrustado en el Baile de la Conquista con el nombre quiché de Quirijol. Y así.

Y como pasa con todos los viejos arquetipos, hay que tener cuidado con sus significaciones: el payaso hace reír al público, pero llora sus penas en solitario en cuanto abandona la escena o la esquina y representa, por ello, la unión indisoluble de la algarabía y la tristeza. Otra de sus dualidades consiste en encarnar el regocijo más inocente y la maldad más abismal porque, como lo insinúan varias escuelas, la risa es un invento del Maligno o al menos una secuela de la tragedia. Arlequín acaba siendo antecesor del Joker o El Guasón en los guiones de Batman y en El hombre que ríe Victor Hugo pone a Ursus a carcajearse porque odia a la humanidad y al cosmos y encarna el disgusto ante la creación.

Tal es la base de la coulrofobia, el miedo irracional a los payasos y a los mimos, desorden que suele arruinar muchas visitas al circo (o al McDonalds). El terror al payaso no sólo se explica por una reacción inopinada a los rasgos grotescos de su afeite y atuendo, sino también porque detrás de ellos se guarece una identidad desconocida.

Ciertamente, las epidemias de coulrofobia y las sicosis colectivas asociadas a ella no se inventaron este año. Como lo reporta slate.com, se tiene registros de mayo de 1981 según los cuales en Brookline, Massachusetts, dos payasos intentaban secuestrar a menores ofreciéndoles dulces; unos días más tarde, en Kansas City, tuvieron lugar avistamientos de payasos armados con cuchillos que asustaban a niños y adultos; cosas parecidas se reportaron al mes siguiente en Pittsburg, Pensilvania, pero la policía nunca encontró a los sujetos denunciados. La oleada de sustos pasó sin pena ni gloria y no volvió a presentarse sino hasta marzo de 1988 en Louisville, Kentucky, donde unos payasos malévolos a bordo de un pick up rojo pretendían robar niños; en el otoño de 1991, en Erie, Pensilvania, un sujeto vestido de payaso intentó robar un banco, pero las autoridades demostraron que el individuo no tenía nada que ver con los más de 40 reportes sobre un tipo de peluca y nariz roja que se metía a los jardines de las casas y se asomaba a las ventanas.

En septiembre de 1992 cuatro adolescentes idiotas que se vestían de payasos para aterrorizar a niños de la localidad de Rock Hill, Carolina del Sur, fueron detenidos por la policía y liberados sin cargos. Payasos fantasmagóricos causaron estragos en la tranquilidad de los habitantes de Galveston, Texas (1992), Washington, DC (1994), South Brunswick, New Jersey (1997), Chicago, Illinois (2008), y Fishers, Indiana (2014). Nunca fue identificado un responsable de los sustos. Luego el terror se desplazó al Viejo Continente. Ante la histeria que cundía en diversos puntos de Francia, surgió en Facebook un grupo de cazadores de payasos. La policía de aquel país emitió un comunicado en el que advertía: Cualquier persona, sea payaso agresivo o cazador de payasos, descubierto en posesión de un arma, será arrestada. Al parecer, en vísperas de Halloween algunos jóvenes llegaron a perpetrar agresiones físicas en contra de viandantes.

La epidemia actual empezó en agosto pasado en Greenville, Carolina del Sur, y de allí se ha extendido a otras localidades estadunidenses, a México y a otros países. Hasta ahora, todo ha quedado en una que otra detención momentánea de algún joven que se solaza asustando a niños, pero no han faltado medios inescrupulosos que hablen de decenas de asesinatos cometidos por sujetos disfrazados de payasos en Canadá o de supuestas mujeres sobremaquilladas que habrían sido muertas a golpes por multitudes que las confundieron con payasos asustadores.

Mucho más preocupantes que los misteriosos y elusivos personajes son, desde luego, las reacciones de los innumerables grupos que se organizan para moler a palos a cualquier organismo con peluca que se encuentren en la calle. Solos o en colectivo, muchos artistas auténticos del mundo han expresado su alarma por las agresiones que han recibido en el marco de la sicosis. Hace unos días circuló con profusión en medios internéticos de ínfima calidad periodística la historia de un supuesto linchamiento de dos payasos en Ecatepec. Resultó que las fotos correspondían a un suceso que tuvo lugar en Chimaltenango, Guatemala, y que los bufones no fueron linchados, sino asesinados a balazos en un episodio de razones y fecha desconocidas. Pero la amenaza subsiste.

Desde luego, los payasos horripilantes existen y están entre nosotros o, mejor dicho, encima de nosotros. Decenas de millones de estadunidenses han estado viendo en televisión y en vivo a ese de peluquín rubicundo y zapatos puntiagudos, un racista astuto e ignorante que podría hacerse con las claves que desencadenan el infierno nuclear en el planeta. Y qué de extraño tiene que la epidemia de coulrofobia se haya trasladado a México –avistamientos en Yucatán, Veracruz, Zacatecas y otras entidades–, si el muñeco a cargo de la jefatura del Estado recomienda tomar Coca-Cola light y hace las cuentas de la lechera mientras el pueblo padece una triple guerra –económica, delictiva y represiva– que se cobra miles de vidas, y si en Veracruz otro payaso horripilante habla de robos de frutsis y pingüinos, cuando la juventud de la entidad es secuestrada y descuartizada por delincuentes y policías, y si un Pierrot de gran peinado ofrece caramelos a niños de primaria mientras aplica una reforma legal que a la postre va a dejarlos sin maestros y sin escuela.

La coulrofobia en boga no es amenaza para nadie más que para los payasos profesionales que se ganan la vida de manera honesta haciendo reír a su público. Pero los improvisados payasos del poder público que pululan en varias naciones y continentes representan peligros graves para sus sociedades y para el mundo, y entonces no suena tan ilógico que estemos infestados de apariciones alucinantes y aterradoras.

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