ntes de encerrarme a trabajar, salgo de casa a hacer mi caminata del día. Según la ruta que siga, de las que me he ido armando, llego a un determinado café o a otro. Después de tomar mi bebida, lo que me lleva quince minutos, regreso a casa a pie y concluyo así dos de mis prácticas diarias.
Cada uno de los cafés que frecuento tiene su propio bagaje de historias, protagonizadas en especial por los otros parroquianos. A éstos los tengo clasificados como casuales o asiduos, y por lo general son los asiduos quienes más material maleable me ofrecen.
Rara vez cruzo palabra con uno u otro de ellos, y cuando sí lo hago el diálogo no pasa de frases convencionales, cerrado con una sonrisa más insinuada o más evidente. Y puedo asegurar que nadie ha llamado mi atención en particular tanto como una señora a la que encuentro en el establecimiento más lejano de mi punto de partida. Aparte de asiduos o casuales, a cada concurrente puedo considerarlo solitario o sociable, por llamarlos de alguna manera, aunque hay algunos, como yo misma, que tendemos hacia ambas inclinaciones, el aislamiento o la sociabilidad. En ocasiones se nos ve solos y, en otras, acompañados. Hay quienes acuden al café a trabajar, con la computadora o con muestras de alguna mercancía, y no es raro distinguir a grupos que parecen estar sosteniendo, más que una conversación, una transacción o una clase de manera no tan informal. Hay cafés que propician más los encuentros de trabajo, y hay otros que se prestan mejor a sólo sociabilizar. En casi todos puede uno simplemente tomarse un café e irse, que es la acción a la que más recurro yo, pues la señora que digo con frecuencia lleva un libro bajo el brazo que abre y lee mientras toma su café.
En vista de que sentarse a leer es otra de las prácticas comunes en un café, la señora me habría pasado inadvertida de no ser porque los libros con los que la he visto parecen quedarle grandes, enormes. Mientras que ella es una persona menuda, los libros que carga son voluminosos. Quiero decir que el contraste es notorio, pero no sólo al referirse al volumen del libro en relación con el de la lectora, sino asimismo al referirse al aspecto de ella. A pesar de los sugestivos anteojos que se pone en cuanto ocupa su lugar ante una mesa, el arreglo de ella, por más que adecuado para un ama de casa setentona y acomodada del siglo pasado, el tipo de tacón, el collar que combina con los aretes, el peinado, ¡el peinado!, no son los índices que uno asocia con una lectora, incluso setentona y acomodada, de nuestro tiempo, es decir lectora, es decir de verdad educada, y aun si no es más que un ama de casa. Había cierta rigidez que no sólo les sentaba a estas señoras del siglo pasado, sino que las caracterizaba, cierta preferencia por el cuello cerrado, la falda en A
justo debajo de las rodillas, el maquillaje visible, aunque moderado, que, tuviera el efecto que tuviera en estas señoras, las semejaba repelentes a la lectura, siempre que no fuera lectura sobre cocina o modas o religión o florería o decoración.
Así, lo discordante que he encontrado en esta señora, ha sido lo que me ha intrigado de ella a lo largo de los años. No habíamos coincidido en sentarnos lo suficientemente cerca como para que yo alcanzara a leer el título del libro que estuviera leyendo o para oír el contenido de la plática que sostuviera con su acompañante, siempre muchachas bastante menores que ella, ellas, eso sí, al día en fondo y forma, según podía yo juzgar aun a distancia.
Ayer quiso la casualidad sentarnos en mesas contiguas, y por lo tanto pude observarla, con sutileza, pero a mis anchas.
En esta ocasión, la señora que digo estaba acompañada. Su acompañante, de cara y cabellera largas, enfrente de ella, además de mucho más joven que ella era mucho más alta, lo que podía inferirse aun sentadas las dos. La mayor fue la que habló. A una pregunta de la joven, la señora contestó que a ella lo que le gustaba leer era biografías, Beethoven, Paganini
, dijo, pero nunca una novela o un libro filosófico, pues sencillamente no les entendía. Y estaba yo por admitir que me había equivocado en mi juicio y que debía rectificar y considerarla lectora, una persona de verdad educada, a pesar de las apariencias, hasta que se puso a hablar de los problemas que enfrentaban los transentes (sic) hoy en día; así que, no sin sonrisa me levanté y me fui.