Opinión
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Ignacio Hernández a la luz de la Luna
E

n el gabinete de curiosidades que es la inolvidable Autobiografía de Sergio Pitol, peligrosa caja de Pandora, el autor narra sus andanzas por las calles de la Ciudad de México en compañía de Luis Prieto, su Virgilio, el hombre de los encuentros inauditos y los hallazgos milagrosos en un laberinto que podría asemejarse al infierno si no fuera el cielo.

De mi generación, nadie como Ignacio Hernández conocía avenidas o callejuelas, cerradas, callejones sin salida, sobre todo, de su ciudad. Porque México era su ciudad, la suya, su propiedad personal. Sin duda por ello, la simpatía profunda, el amor paterno-fraterno, de Luis Prieto por Nacho, el Poeta, como lo llamábamos todos sin que este apodo nos pareciese irónico o inmerecido. Le calaba y no sólo hasta los huesos, también hasta el alma. El alma de un inocente. Si escribo esta palabra no es por una facilidad de escritura, Nacho era verdaderamente un inocente y no del Danubio. En él no había culpa ni sentimiento de culpa. Menos aún de pecado. Y esta inocencia la transmitía a su alrededor contagiando de su pureza a quien se encontraba.

Hombre de teatro, director, realizador, actor y, si la necesidad lo pedía, actriz. Los platillos de la balanza, entre la poesía, natural en él como una canción que toma un doble sentido, sí, del albur, pero también de la reflexión filosófica, y el teatro, donde su existencia tomaba realidad, alcanzaban el equilibrio de la inmovilidad: el peso era el mismo en cada platillo.

Ignacio fue todo lo contrario de un carrerista, uno de esos escritores, buenos o malos, poetas o prosistas, que toman a la literatura por un modus vivendi, en el mejor de los casos, cuando no la utilizan como una escalera para adquirir puestos y premios –los galardones, desde luego, igualmente escalones para entrar a alguna academia o cualquier otra digna institución que les pase una buena mensualidad si posible vitalicia.

Ignacio simplemente escribía. Por placer, con gozo. Escribir poesía era, para él, cantar. Quizás para invocar a su padre, fallecido cuando Nacho salía apenas de la adolescencia, ese padre cantor de iglesias como el progenitor de Joyce. Si Ignacio sabía palmear su poesía, creo no equivocarme al decir que nunca aprendió a contar. Puso en escena, con sus propios fondos, Pito Pérez en la hoguera de José Revueltas, quien asistió conmovido a algunas representaciones. Nacho tuvo que vender su carro para pagar las deudas de su aventura teatral. Si la dirección escénica era dominada con maestría por Ignacio, no lo fue la administración financiera.

Editó, también de su bolsillo, tres volúmenes de poesía. Los autores eran el espléndido poeta Jaime Reyes, la directora teatral Nancy Cárdenas, de quien Nacho fue asistente en El efecto de los rayos gamma sobre las caléndulas, y él mismo. La encuadernación de los libros fue hecha a mano con listones de colores.

Puso también en escena La hija de Rapaccini, de Octavio Paz, quien lo felicitó agradecido por su osadía, con Hugo Gutiérrez Vega en el papel de Rapaccini. Otra audacia fue la dirección de Orquídeas a la luz de la luna, de Carlos Fuentes. En efecto, la pieza es una plática imaginaria entre Dolores del Río y María Félix, actrices envejecidas que recuerdan sus glorias pasadas. Encontrar comediantes femeninas capaces de encarnar estos dos monumentos legendarios era tal vez imposible. No alcanzaban sus estaturas. Nacho tuvo entonces la idea genial de utilizar dos travestis. La idea sería copiada en otras representaciones de la pieza.

No conozco a nadie que no haya querido a Ignacio Hernández cuando lo conocía. Llevaba alegría adonde iba. Nadie podía enojarse mucho tiempo con él. Poseía un verdadero don para arrancar la sonrisa a la más enfadada de las involuntarias víctimas de sus distracciones y disparates.

Puedo decir, parodiando la frase de Orwell sobre los animales, que todos los seres son únicos, pero hay algunos que son más únicos. Y Nacho era uno de éstos: único.