a naturaleza de las reformas estructurales
fue clara desde el principio y se ha vuelto cada vez más evidente, pero aún se le disimula. No se ve, por ejemplo, que implican necesariamente guerra y resistencia, como acaban de recordar los zapatistas y el CNI…
Se reforma la estructura de la propiedad y la distribución. Se convierte en propiedad privada cuanto es de propiedad pública, social o comunal, y con ese y otros dispositivos aumenta la parte del producto social que va a los capitalistas y los ricos, y se reduce la que va a la gente. Es una gigantesca operación de despojo. Se le ha llamado extractivismo: el minero, el financiero, el urbano. No se ha hablado del extractivismo laboral y de servicios. Se despoja a los trabajadores y a la gente en general de empleos, salarios, pensiones, prestaciones y servicios gratuitos: educación, salud, vialidad, transporte…
Para impulsar las reformas se usa tanto como se puede la persuasión y manipulación mediática. Cuando eso no basta, se recurre a cooptación y corrupción. Como tampoco eso es suficiente, se practica el ejercicio autoritario. Empieza con mecanismos sigilosos, como negociaciones secretas o cambios legales discretos; culmina con la destrucción del estado de derecho y la violencia de la fuerza pública o de fuerzas paramilitares o criminales
. Sólo así se puede practicar a fondo el despojo que resisten quienes defienden no sólo bienes, tierras y territorios sino la vida misma. Por eso las reformas son a la vez guerra y resistencia.
En México, la operación empezó con Miguel de la Madrid, cuyo golpe de Estado incruento el día que tomó posesión desplazó a la vieja clase política e instaló en su lugar a la tecnocracia que controla desde entonces los aparatos estatales. El esquema tomó vuelo con Salinas y no ha cesado; a Peña sólo le toca llevarlo a término.
Se declaró la guerra cuando Miguel de la Madrid anunció en 1983 que un millón de campesinos dejaban de tener acceso al crédito oficial. Esta fase culminó cuando Salinas abrió al capital las tierras ejidales y comunales hasta entonces inalienables, mediante reformas constitucionales que concertó con todas las organizaciones campesinas y todos los partidos políticos. Salinas pudo malbaratar los bienes públicos sin demasiada resistencia porque repartió parte del producto en programas sociales
diseñados por el Banco Mundial. Son programas que aquí, como en todas partes, cumplen funciones de control, individualización, clientelismo y contrainsurgencia; pretenden compensar el despojo y la destrucción sistemática de capacidades autónomas de subsistir con rentas miserables en efectivo o en especie que generan perversas dependencias.
En esta guerra se privatizaron bancos, industrias, servicios: lo que era bien público, para la acumulación social, genera ahora ganancia privada.
Algunas privatizaciones
convierten en negocio funciones públicas. Llegó ya a México la del sistema carcelario. En Estados Unidos, corporaciones privadas construyen las cárceles y las administran y luego convierten a los prisioneros en trabajadores semiesclavos para producir lo mismo pollos fritos que vegetales orgánicos, con empresas como Whole Foods y Kentucky Fried Chicken. Hacia allá vamos.
La más perversa de las privatizaciones
es la que traslada a la gente costos cotidianos que asumía el gobierno. Servicios públicos que fueron producto de prolongada lucha social y cuya gratuidad se consagró constitucionalmente serán ahora pagados por la gente. Es ese el corazón de la llamada reforma educativa, por ejemplo, aún más que el despojo de derechos de los maestros: los padres y los pueblos pagarán lo que había ya dejado de ser realmente gratuito.
Las reducciones presupuestales para 2017 forman parte de la guerra. Profundizan el despojo; reducen la parte de la gente y aumentan la que irá al capital, a los ricos y sus cómplices. De eso se trata arriba, aquí y en todas partes. Lo que destaca en México es la increíble incompetencia, corrupción y criminalidad de las autoridades, de la tecnocracia que desde 1982 controla el aparato gubernamental y lo pone al servicio del capital con la cínica complicidad de los partidos políticos. No es sólo que las reformas estructurales
hayan sido aprobadas con el Pacto por México; es que los partidos, todos, siguen la lógica dominante, y no hay uno solo que se declare hostil al capital y proponga detener la guerra.
El frenesí de despojo ha afectado a amplias capas de la población, pero los más gravemente afectados han sido campesinos, pueblos indios y mujeres. Son ellas y ellos quienes libran hoy las principales batallas y mantienen la más decidida resistencia.
En las guerras no hay neutralidad posible. Combatientes y colaboracionistas están en uno de los bandos. Afortunadamente, la resistencia se extiende. Los pueblos indios, en el principal frente de batalla, encuentran cada vez más aliados… que se articulan con los maestros en lucha y con innumerables pueblos, comunidades y grupos que han decidido detener el despojo, organizarse en sus propios espacios y enfrentar juntos el horror.