yer, previa declaración del estado de emergencia, fueron desplegados en Charlotte, Carolina del Norte, Estados Unidos, efectivos de la Guardia Nacional, en un intento por contener los violentos disturbios que afectan a esa localidad desde el martes pasado, cuando un policía mató a tiros a Keith Lamont Scott, un afroestadunidense de 43 años, quien, según las autoridades, tenía un arma de fuego y que, en la versión de sus parientes y vecinos, estaba desarmado. Los enfrentamientos entre manifestantes y policías han dejado ya un muerto y decenas de heridos, y continuaban hasta la noche de ayer, a pesar de la brutalidad aplicada por las fuerzas del orden para tratar de contener la ira expresada en las calles e incluso en saqueos a comercios.
El despliegue de fuerzas militares para reprimir expresiones populares de descontento no tiene precedentes recientes en el país vecino y constituye un punto de peligrosa inflexión en el desarrollo de las crecientes tensiones sociales causadas por los imparables abusos policiales, particularmente en lo que se refiere a ataques mortales en contra de ciudadanos negros por las fuerzas del orden.
Sea por disuasión o por uso directo de la fuerza, el empleo de la Guardia Civil en Charlotte podría poner fin a las manifestaciones y a los enfrentamientos, pero a un altísimo costo político e institucional para las autoridades locales y federales y para las propias fuerzas armadas estadunidenses, las cuales han gozado hasta ahora de una buena imagen pública, a pesar de los delitos de lesa humanidad que cometen en las aventuras bélicas emprendidas por Washington en otros países.
En todo caso, las reacciones de furia social en otros puntos del país vecino sólo podrán ser desactivadas si se atiende la afrenta de una agresividad policial manifiestamente homicida y de la impunidad que la alienta. De otro modo, resultará inevitable el recurso a la fuerza militar para contener a las comunidades afroestadunidenses y latinas a las que las corporaciones del orden público les matan miembros con una frecuencia creciente y aterradora por el solo hecho de parecer sospechosos a ojos de algunos agentes. Y tal recurso redundará, de manera inevitable, en un desprestigio de las fuerzas armadas en su propio país.
Es pertinente señalar, por último, que uno de los elementos de contexto de la tendencia de los uniformados a disparar sus armas de fuego en contra de individuos que podrían ser controlados y sometidos en formas menos bárbaras, e incluso en contra de ciudadanos que ni siquiera presentaban resistencia, es la expansión de actitudes racistas que han encontrado en la candidatura presidencial de Donald Trump un catalizador y una justificación. Cabe preguntarse cuánto avanzarían tales actitudes si el aspirante republicano concretara la posibilidad de alentarlas desde la jefatura del Estado, cómo podrían multiplicarse las agresiones policiales en contra de negros y latinos en semejante escenario y cuál sería la dimensión de los disturbios que se generarían. La perspectiva es, desde luego, estremecedora.