asa cada vez. Cuando el comportamiento o las decisiones de un presidente nos agobian se nos impone la urgencia de que el sexenio se acabe. Cruzamos los dedos, cerramos los ojos para implorar ¡Que se acabe el sexenio. Oh Dios! Que se termine este martirio.
Recuerdo que así ocurrió con Luis Echeverría, con José López Portillo, con Miguel de la Madrid. Los finales de Vicente Fox y de Felipe Calderón fueron igualmente esperados. Como si se tratara de un mal sueño del que queremos despertar, era casi insoportable la perspectiva de que al día siguiente estaría ahí mismo el responsable de decisiones cuyas consecuencias adversas nos alcanzarían a todos. A ellos menos que a los demás. Así me pasa con Enrique Peña Nieto. Mientras yo no me recupero de las majaderías de Trump, él parece menos afectado que el resto de nosotros por ese encuentro. Si en lugar de escuchar a sus asesores el Presidente hubiera visto el último concierto de Juan Gabriel, hubiera estado mejor pertrechado para enfrentar a nuestro archi enemigo. Pero, me urge que esto se acabe, no vaya a ser que se les ocurra alguna otra decisión de Estado, como decían que fue la de invitar a Trump a Los Pinos; por ejemplo, transferir Chiapas a Guatemala.
Ciertamente, la pérdida de popularidad de un presidente o la caída en su tasa de aprobación no es una experiencia estrictamente mexicana, sino que es una regla general. Raro es el presidente o el primer ministro, si alguno hay, cuya tasa de aprobación al término de su mandato se acerca siquiera a la que tenía al asumir el poder. En Francia, Nicholas Sarkozy empezó su gobierno en 2007 con una tasa de confianza de 63 por ciento, pero terminó en 2012 con 37. En junio de 2012, 55 por ciento de los franceses confiaban en su presidente, François Hollande; en diciembre de ese mismo año el porcentaje se redujo a 34, hasta alcanzar 12. Estas referencias no bastan para consolarnos de lo que ha ocurrido en este sexenio en México. El nivel de aprobación del presidente Peña Nieto ha sufrido una caída similar. Al inicio de su gobierno, en diciembre de 2012, tenía –según Consulta Mitofsky– 54 por ciento de aprobación, cifra muy lejana del 29 por ciento que registró en agosto de 2016. No obstante, en su caso lo que resulta muy llamativo es que este porcentaje tan bajo de opiniones favorables al desempeño presidencial es el más reciente de una tendencia sostenida a la baja que se inició en noviembre de 2013. A ojos de la opinión pública, el desempeño de Peña Nieto ha sido consistentemente insatisfactorio desde hace tres años, y nada sugiere que esa opinión se modificará en lo que resta del sexenio.
A diferencia de lo que sostuvo Luis Videgaray en el programa de Joaquín López Dóriga, estoy convencida de que el Presidente invitó a Donald Trump en la creencia de que eso le ayudaría a mejorar sus niveles de aprobación. Hemos visto cómo él y sus asesores han recurrido a decisiones ingenuas; por ejemplo, reunir a un grupo de jóvenes para que escucharan el equivalente de lo que antes era el informe presidencial; o de plano, desafortunadas, como fue aparecer en la televisión para pedir perdón por la insensibilidad que mostraron él y su esposa al ostentar un tren de vida de lujo superlativo. Unas semanas después su acto de contrición fue invalidado por la noticia que se dio a conocer de que un amigo había pagado el predial del departamento sito en la ciudad de Miami, propiedad de la esposa del presidente, por un valor de miles de dólares. No obstante, la peor decisión, la más inexplicable, la más costosa, fue invitar al candidato republicano estadunidense, Donald Trump, a conversar con el jefe del Ejecutivo de México.
En un programa de televisión, el secretario de Hacienda afirmó que Enrique Peña Nieto no gobierna a golpe de encuestas, que es un gran estadista que –dice Luis Videgaray– no hace política. ¿Los estadistas no hacen política? Por favor, díganle eso a Napoleón Bonaparte, a Abraham Lincoln, a Charles de Gaulle, a Fidel Castro, todos ellos hicieron política y fueron hombres de Estado que pensaban en el largo plazo, pero sabían también que alcanzaban su propósito con decisiones de corto plazo que no comprometían sus objetivos.
Hacer política es invitar a un candidato presidencial extranjero con el fin de incidir en sus propuestas, y, en forma indirecta, en la campaña electoral. Nada más débil que los argumentos de quien fuera hasta ayer el funcionario más distinguido del gabinete: Videgaray, quien insistía en la televisión en que para el Presidente la prioridad es el interés nacional. Puede ser, pero la táctica de invitar a Trump no parece la más apropiada para ese fin, pues está en el interés nacional que los mexicanos tengamos un ánimo positivo frente a las posibilidades del país. Nadie puede afirmar que recibir a Trump contribuyó a mejorar nuestro estado de ánimo. El ahora ex secretario de Hacienda defendió esa decisión con el argumento de que era una previsión ante la posibilidad de que Trmp resulte electo en noviembre. Es comprensible, incluso esperable que el gobierno esté considerando todas las opciones que ofrece la elección en Estados Unidos. Sin embargo, antes de invitarlo a la casa de los mexicanos, a quienes ha vejado sin misericordia, eran muchas otras cosas las que hubieran podido hacer que no ofendían a la opinión; por ejemplo, formar un equipo de expertos para defender el TLC, reforzar los consulados para proteger a los mexicanos en Estados Unidos. Hubieran podido hasta mandar al Ballet Folklórico en una gira de promoción, antes de bajar la cerviz y someternos a la insolencia de un individuo que tiene más aprecio a su copete que al presidente de los mexicanos.