l sueño de la derecha brasileña, desde 2002, se ha realizado. No bajo las formas anteriores que ha intentado. No cuando intentó tumbar a Lula en 2005 con un impeachment, que no ha prosperado. No con los intentos electorales en 2006, 2010 y 2014, cuando ha sido derrotada. Ahora encontró el atajo para interrumpir los gobiernos del PT, pues seguirá perdiendo elecciones contra ese partido con Lula como próximo candidato.
Fue mediante un golpe blanco, para el cual los de Honduras y Paraguay han servido de laboratorios. Derrotada en cuatro elecciones sucesivas y con el riesgo enorme de seguir siéndolo, la derecha buscó el atajo de un impeachment sin ningún fundamento, contando con la tración del vicepresidente, electo dos veces con un programa, pero dispuesto a aplicar el programa derrotado cuatro veces en las urnas.
Valiéndose de la mayoría parlamentaria electa, en gran medida con los recursos financieros recaudados por Eduardo Cunha, unánimemente reconocido como el más corrupto de todos los corruptos de la política brasileña, la derecha tumbó a una presidenta relecta por 54 millones de habitantes, sin que se configurara ninguna razón para el impeachment.
Es la nueva forma que el golpe de la derecha asume en América Latina.
Es cierto que la democracia no tiene una larga tradición en Brasil. En las últimas nueve décadas hubo solamente tres presidentes civiles, electos por el voto popular, que han concluido sus mandatos. A lo largo de casi tres décadas no hubo gobernantes escogidos en comicios democráticos. Cuatro presidentes civiles electos por voto popular no concluyeron sus mandatos.
No queda claro si la democracia o la ditadura son paréntesis en Brasil. Desde 1930, lo que es considerado el Brasil contemporáneo, con la revolución de Vargas, hubo prácticamente la mitad del tiempo con presidentes electos por el voto popular; la otra mitad, no. Más recientemente Brasil tuvo 21 años de dictadura militar, más cinco años de gobierno de José Sarney no electo por el voto directo, sino por un colegio electoral nombrado por la dictadura –esto es, 26 años consecutivos sin mandatario electo democráticamente–, seguidos por 26 años de elecciones presidenciales.
Pero en este siglo Brasil estaba vivendo una democracia con contenido social, aprobada por la mayoría de la población en cuatro elecciones sucesivas. Justamente cuando la democracia empezó a ganar consistencia social, la derecha demostró que no la puede soportar.
Fue lo que pasó con el golpe blanco, institucional o parlamentario, pero golpe al fin y al cabo. En primer lugar, porque no se ha configurado ninguna razón para terminar con el mandato de Dilma Rousseff. En segundo, porque el vicepresidente, todavía como interino, empezó a poner en práctica no el programa con el cual había sido electo vicepresidente, sino el derrotado cuatro veces, dos de ellas teniéndolo a él como candidato a vicepresidente.
Es un verdadero asalto al poder por el bando de políticos corruptos más descalificados que Brasil ya ha conocido. Políticos derrotados sucesivamente se vuelven ministros, presidente de la Cámara de Diputados, lo cual no sería posible por el voto popular, sólo por un golpe.
¿Qué es lo que espera a Brasil ahora?
En primer lugar, una inmensa crisis social. La economía, que ya venía en recesión hace por lo menos tres años, sufrirá los efectos durísimos del peor ajuste fiscal que el país ha conocido.
Un gobierno sin legitimidad popular, aplicando un duro ajuste en una economía en recesión, va a producir la más grande crisis económica, social y política que el país ha conocido. El golpe no es el final de la crisis, sino su profundización.
Es una derrota la conclusión del periodo político abierto con la primera victoria de Lula, en 2002. Pero, aun recuperando el Estado y la iniciativa que ello le propicia, la derecha brasileña tiene muy poca fuerza para consolidar a su gobierno.
Se enfrenta no sólo a la crisis económica y social, sino también a un movimiento popular revigorizado y el liderazgo de Lula. Brasil se vuelve escenario de grandes disputas de masa y políticas. El gobierno golpista intentará llegar a 2018 con el país deshecho, buscando interdictar a Lula como candidato y con mucha represión en contra de las movilizaciones populares. El movimiento popular tiene que reformular su estrategia y plataforma, desarrollar formas a la vez amplias y combativas de movilización, para que el gobierno golpista sea un paréntesis más en la historia del país.