n uno de los actos más importantes de Europa, que se celebra cada año, tuve el honor de participar hace unas semanas en Yorkshire, Inglaterra, donde señalé que “estábamos reunidos allí en solidaridad, a través de los océanos y de las fronteras internacionales, por arriba de diferencias de raza o de género y, especialmente, por encima de prácticas e ideas arbitrarias que se utilizan para dividir y explotar no sólo a la fuerza de trabajo, sino a los miembros más desprotegidos de la sociedad.
“Lo que nos acerca –mencioné– es que estamos unidos en torno a los principios básicos que más nos importan: la dignidad y el respeto que cada trabajador se merece, así como el valor del trabajo y los salarios justos, además de la igualdad y la cooperación que sólo se puede crear bajo un nuevo modelo de prosperidad y de responsabilidad compartidas. Es decir, la necesidad de construir un futuro más equilibrado y justo para todas las personas del planeta entero.”
El sentido profundo y el ambiente de la trascendente reunión fue que si verdaderamente queremos vivir en un mundo mejor, tenemos que aprender a entender, respetar y servir a otros, estar dispuestos a levantarnos y luchar en cualquier lugar, cuando las personas están en una posición vulnerable ante la ambición y la avaricia corporativa, o son víctimas de los abusos, de la represión y necesitan ayuda y protección.
El México de Hoy, por el contrario, cada vez se aleja más de las políticas democráticas y de progreso social. Así lo apreciamos todos los días en la vida nacional, con las miles de vidas afectadas por la violencia, los grupos paramilitares, los golpeadores y matones a sueldo, así como por el sufrimiento sistemático y los profundos costos económicos, la pérdida de empleos y la desaparición de comunidades, además de todos los efectos negativos en los aspectos de bienestar, la debilidad creciente de la clase trabajadora y de la población en general.
Esta situación es particularmente cierta cuando la desigualdad social está en el peor momento de la historia a escala global, ya que uno por ciento de las personas acumulan la mayoría de la riqueza y controlan a nuestros gobiernos, además de conducir al sistema productivo hacia la explotación extrema y la división conflictiva de clases. En nuestro caso, es evidente que las élites corporativas influyen y manejan las estrategias de política y economía para gobernar a México.
La corporatocracia, como se le conoce en el mundo, no sólo en nuestro país, antepone sus intereses por delante de los del pueblo. Al mismo tiempo, crea disputas entre el gobierno y los trabajadores con el fin de generar un panorama cada vez más difícil donde cada negociación, cada lucha para defender los derechos laborales es más complicada y cuesta arriba, aparte de crear compromisos fuertes con los políticos electos y una fuerte contradicción de éstos con los sectores que los eligieron y a los cuales se supone representan y defienden.
En esas condiciones, México está en un proceso de descomposición, encono, frustración e insatisfacción crecientes, pues la influencia del poder de las corporaciones, grupos y empresas, y su grado de penetración para corromper, es cada vez mayor. De ahí que la población marginada y los sectores sociales de más bajos ingresos, que son la mayoría, sufren constantemente bajo las garras, la presión y las amenazas de empresarios y billonarios que tienen demasiados recursos y ascendencia sobre la debilidad de un gobierno y de unos medios de comunicación totalmente bajo su control.
Por ello es necesario y urgente cambiar de modelo. Se requiere de una gran pasión, energía y recursos para sostener una lucha constante que garantice un mayor bienestar económico y social. Apoyar esa estrategia en la experiencia de naciones exitosas y con mayor grado de desarrollo económico y social, al contar con la asistencia, la experiencia y el apoyo de organizaciones, sindicatos y gobiernos democráticos y progresistas, es una necesidad fundamental para revertir esta situación y hacer avanzar los cambios reales que necesita nuestro país, cosa que aún es posible realizar gracias a que no se ha roto del todo la paz social.
El México de Hoy, con una imagen en el exterior muy deteriorada, no puede ni debe continuar callado ante las voces del cinismo, del miedo y de la corrupción. Tampoco nuestro país debe conducirse o dejarse manejar por promesas de líderes falsos que se entregan y someten a la dominación corporativa y, por ese camino, a la decepción popular, donde las cartas y los objetivos que se enarbolan todos los días en los medios están equivocados y son total y moralmente indefendibles.
Tenemos que permanecer fuertes y mantenernos unidos en solidaridad nacional e internacional para proteger nuestros derechos y alcanzar mayores beneficios en función del interés de la mayoría nacional. Esa es nuestra obligación, responsabilidad y oportunidad de cambio.