Opinión
Ver día anteriorMiércoles 24 de agosto de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ética y sociedad
¿P

or qué permite una sociedad que su bolsón de indignidades siga llenándose sin disrupciones o dramas mayores? ¿Qué la mueve, de manera sorpresiva, a la protesta airada o, incluso, a dar rienda suelta a su contenida violencia? Bien se sabe, por la experiencia, de momentos álgidos, rupturas o hechos ejemplares que, incluso, actúan como detonantes de movilizaciones masivas o caídas de gobernantes. Pero el acomodo que sufren todos y cada uno de los daños sin reventar la tolerancia se suceden sin claras explicaciones. Quizá también porque las heridas, el espanto, la rabia o la congoja causadas por algún suceso nuevo esperan, en silencio, el derrame del ya saturado nivel de tolerancia. Lo cierto es que los mexicanos han, pacientemente, convivido con conductas que son, a la vez, carentes de toda ética o, más todavía, afrentas colectivas típicas de franco delito. Y aún así, la vida de todos los días parece llevadera aunque, se sabe, vaya irremediablemente contaminando la salud general.

La llamada clase política conoce bien esta problemática no carente de oportunidades, riesgos y peligros. Aunque, con fuertes dosis de cinismo (llamado optimismo pragmático), la utiliza para proseguir, impunemente, en la conducción de sus intereses. Medir el punto de ruptura se torna una labor de clarividentes, casi imposible de asir por el común de la gente. Se suceden, en cambio y con frecuencia, llamados a la cordura que hacen distintos actores de la vida pública con aguda conciencia crítica. Se repiten alarmas y reconvenciones que llaman a corregir rumbos, a modificar conductas, a pensar en el largo plazo o, incluso, en la seguridad colectiva. Pero las inercias se imponen de manera arrolladora. La dificultad de introducir correctivos, antes de las rupturas y crisis, es una realidad constante, hasta incomprensible en su pasividad. Enmendar el camino, corregir malformaciones, evitar complicidades, castigar culpables, introducir reglas estrictas se torna por demás una tarea que conlleva, no sin ironía, consecuencias disruptivas para sus proponentes. Aún así, es necesario emprender el camino con la mirada fija en mejorar la sanidad de la vida en común.

En esta línea de pensamiento es casi imposible dejar pasar ciertas irregularidades nocivas, perversas, enajenantes, como, por ejemplo, las enormes diferencias salariales que se observan por estos días en el ámbito público. Bien documentados son los haberes que se asignan a los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y, por imitación estúpida, a otros tantos funcionarios de similares organismos como el Instituto Nacional Electoral, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y demás tribunales judiciales. Pero los salarios que alcanzan el millón de pesos al mes para simples administradores (denunciados por C. Puig en Milenio) de un organismo público (Infonavit) se convierten, sin tapujo que valga, en insulto a la equidad republicana. Pensar que tal instituto no está sujeto a la reglamentación oficial (ya de por sí más que generosa y trampeada) porque no recibe recursos fiscales es cretinez de indecente magnitud y debe engrosar el corajudo rechazo por ser franco robo. En especial cuando se mantienen, contra viento, marea y justicia, los salarios mínimos en un nivel tal que, bien se ha documentado, aseguran pobreza casi extrema a millones de connacionales. Continuar solapando tal grado de complicidades de la junta directiva de ese instituto integrado por sindicalistas y patrones corre el riesgo, como dijo un ex presidente, de volvernos un país de cínicos. Pero lo que sucede con el régimen pensionario nacional es, en verdad, mucho más que un escándalo. La pensión que alcanzarán los trabajadores que lleguen a la esperada (o temida) edad, dentro de poco tiempo ya, es la más baja en Latinoamérica, con excepción de Haití. No se puede tolerar que la pensión media (remplazo) apenas alcance 22 por ciento del último salario. Los chilenos, el pasado domingo, montaron protestas callejeras multitudinarias en muchas ciudades de ese país. Exigen la desaparición de las administradoras de los fondos que son las que, como en el caso mexicano, se han beneficiado sin mesura, aunque allá el remplazo promedio sea un magro 33 por ciento. Alegan los chilenos, como contraste, que las pensiones que reciben los policías y carabineros se asignan con inequitativa largueza. Aquí las comparaciones de las pensiones generales respecto de grupos o gremios privilegiados son devastadoras. Se piensa en los militares, por ejemplo. Los altos rangos reciben compensaciones bajo la mesa muy por encima de lo asignado de manera oficial. Los funcionarios de sector financiero han conservado privilegios muy aparte y el franco abuso es conocido. Hay líderes sindicales de empresas públicas (CFE, Pemex), como denunció hace poco el periódico Reforma, cuyas pensiones llegan a cifras anuales millonarias. Lo que sucede en la empresa privada para jubilar a sus directivos tampoco puede catalogarse de manera distinta a lo público. La razón es sencilla: el costo de esas pensiones no gravita sobre las utilidades de los accionistas, sino que se traslada, íntegro, al consumidor.

Pretendiendo adelantarse a la crisis venidera, el secretario de Hacienda argumentó, denunció lo que, al parecer suyo, es la falla pensionaria: adujo la baja cotización que hacen los trabajadores y su indispensable aportación adicional. Nada dijo de las ausentes cuotas empresariales, los bajísimos salarios o los abusivos cobros porcentuales de las Afores. Pero lo alarmante, además del criterio deformado del oficialismo, es la permisividad implícita de la sociedad afectada.