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El nacimiento de Venus, en blues
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Periódico La Jornada
Sábado 13 de agosto de 2016, p. a16

La música de Robert Johnson es un misterio.

Aparece, como por arte de magia, su grabación más importante: King of the Delta Blues Singers, en los estantes de novedades discográficas, en coincidencia (aunque las coincidencias no existen) de un número redondo en su efeméride, 105 años de su natalicio.

Nació esclavo en una plantación del sur profundo el 8 de mayo de 1911 y murió, esclavo de sus emociones, envenenado por una novia celosa, el 16 de agosto de 1938, apenas 27 años después.

Robert Johnson es la piedra de toque de toda la música blues.

No hay un antes ni un después: él inauguró el género, con todas sus variantes, que se siguen repitiendo 78 años después de su muerte, que presentía y pidió entonces, en su obra titulada Me and the Devil Blues:

Nena, cuando me muera y me vaya
entiérrame al lado de la carretera
para que el viejo espíritu maligno
que me acecha pueda treparse
a un camión de esos de Greyhound
y, por fin, me deje en paz

Robert Johnson, estoy convencido, es un personaje de William Faulkner.

Cada vez que escucho un blues del joven esclavo, me vienen a la mente escenas completas de las novelas del noble cronista, ambos nacidos en el Misisipi.

Es más, me atrevo a ubicarlo en El sonido y la furia, esa obra maestra de Faulkner, que toma su título de un verso de William Shakespeare, mientras el joven Johnson resulta retratado por ambos, el bardo inglés y el novelista sureño. Vean si no:

La vida no es sino una sombra errante
que bascula su tiempo en el escenario
y después no se escucha más
Es un cuento contado por un idiota
lleno de sonido y de furia
sin querer decir nada

Robert Johnson es ese idiota sublime, lleno de sonido y de furia, que basculó su tiempo en el escenario, intentó decirlo todo y terminó diciendo nada, e inauguró, sin que nadie lo recuerde, el legendario Club de los 27, donde todos suelen citar a Jimi Hendrix, Janis Joplin, Amy Winehouse, Jim Morrison, et al, pero nadie se acuerda de ese pobre idiota, ese jovencito alucinado sin cuya obra ninguno de esos celebrados superestars hubiesen siquiera soñado con un pedacito del escenario donde sucumbieron, preñados de sonido y de furia. Sin querer decir nada y terminaron diciendo todo.

Robert Johnson dice todo en este disco que es un tesoro: 17 obras grabadas entre 1936 y 37, y editado tal como ahora lo podemos disfrutar, en 1961, con una portada espectacular: un retrato al óleo de Robert Johnson realizado por el pintor Burt Goldblat y materiales sonoros extraídos de archivos museológicos, acervos de etnomusicólogos, textos de antropólogos y oídos de expertos que grabaron los originales, remasterizaron las matrices y pusieron oro molido para nuestros oídos en este disco que es una joya por sí mismo.

Comienza con el clásico de clásicos: Cross Road Blues, grabado el 27 de noviembre de 1936 y materia de ríos de tinta que han corrido, ante el asombro de Heráclito, en sus variantes de intensa ralea, desde las cumbres literarias que escaló don Johann Wolfgang von Goethe con su Fausto, hasta las versiones modernas a cargo de Eric Clapton, Le Pietre Rotilante (se escucha y se ve mejor en italiano que el original: The Rolling Stones) y pasando por el Adrian Leverkühn de Thomas Mann en su Doktor Faustus.

La vieja leyenda rural de la transacción con el Diablo: vender el alma para obtener poder terrenal, efímero, no era otra cosa que lo siguiente, en los versos del compositor Robert Johnson:

Me fui adonde se cruzan los
caminos
y caí de rodillas
pedí al Señor piedad
Parado donde se cruzan los
caminos
intenté encontrar orientación
pero nadie me hizo caso
todos me ignoran con
crueldad

Los antropólogos más picudos, los buscadores comparables al mismísimo Indiana Jones, los intrépidos buscadores de minas de oro en las bibliotecas, archivos y debajo de las piedras, poseen material pobre pero suficiente para armar el misterio, que eso y no otra cosa es la vida de Robert Johnson.

El testimonio más directo pertenece a Don Law, el visionario productor de discos que lo encerró en un cuarto de hotel, de donde se le escapó dos veces el muchacho recién llegado, fresquecito, de la plantación de esclavos de donde nunca había salido, para terminar madreado por pandilleros, su guitarra hecha pedazos y él acusado y culpable, sin deberla ni temerla, en prisión.

Don Law describe en primer lugar: tenía unas manos hermosas. Las mujeres se enamoraban con tan sólo ver sus manos.

Su productor, quien nos legó los únicos discos que grabó ese muchacho salvaje, lo describe: guapo, esbelto, de peso medio, extremadamente tímido y una asombrosa capacidad de proyectar energía cuando cantaba y tocaba la guitarra.

Esa energía la percibimos al escuchar este disco: la asombrosa variedad de melodías, que nunca se repiten, la escalofriante manera de cambiar de ritmo, tono, atmósfera, su manera de tocar la guitarra, comparable a una orquesta sinfónica, un grupo de blues entero, una banda de alientos, una horda de músicos salvajes imprecando a las constelaciones bajo el manto de la noche.

En este disco supremo, Robert Johnson muge, barrita, gime, canta, pía, expía, murmura, grita, berrea, otorga sentido a piedras de toque como el shout, el recitativo, el falseto, la cantilación blusera, todos esos atributos que todos, absolutamente todos los grandes maestros del blues de la historia entera, no han hecho sino repetir, calcar, copiar humildemente, seguir las enseñanzas del maestro. Rendir culto al misterio.

La música de Robert Johnson es comparable al fresco monumental de Sandro Botticelli: El nacimiento de Venus. Equiparable a El jardín de las delicias, de El Bosco. Espejo de los paisajes soleados, los diurnos y los nocturnos de don Vincent van Gogh.

La música de Robert Johnson es una manera estrictamente directa y bella, seca y contundente de expresar las emociones.

Encierra enteros los círculos de Dante, los sonetos de Shakespeare, las novelas de Faulkner, los cuentos que contaban los ancianos ante los azoros de los jóvenes a medianoche alrededor de la fogata. La sonrisa de una mujer hermosa. El misterio entero de esa sonrisa.

Porque la música de Robert Johnson no es sino eso: un misterio.

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