ara convertir a los cátaros que vivían en el sur de Francia, en el siglo XIII, el religioso Domingo de Guzmán, oriundo de Burgos, fundó en Toulouse la Orden de los Hermanos Predicadores. Es mejor conocida como la Orden Dominica, por el nombre de su fundador. Se extendió al continente americano y tuvo un papel importante en la Inquisición.
En la Ciudad de México construyó en la plaza de Santo Domingo, a la que bautizó, uno de los conventos más bellos y lujosos, que fue destruido por las Leyes de Reforma. El templo se salvó aunque padeció un proceso de deterioro, que se revirtió cuando llegó hace alrededor de tres décadas el padre Julián Pablo, talentoso arquitecto, pintor y cineasta. En varias ocasiones hemos dedicado estas páginas a hablar de las notables obras de restauración que ha llevado a cabo, que le han devuelto el esplendor al recinto dominico.
Mencionamos las que realizó en la sacristía, que resguarda el impresionante cuadro La lactación de Santo Domingo, de Cristóbal de Villalpando, para muchos la mejor pintura virreinal. En ella aparece el patrono dominico, rodeado de las tres virtudes teologales: la esperanza, la fe y la caridad, representadas por voluptuosas mujeres en lujosos atuendos de lustrosas sedas en tonos rojo, blanco y verde. Van seguidas por sus potencias, que son ejércitos de féminas ataviadas con los mismos colores, todas rodeando al santo, quien recibe en los labios un delgado chorrito de leche del pecho de la virgen; la escena es observada por angelitos regordetes, sentados en pachonas nubes.
También es deslumbrante la restauración que realizó del retablo principal, obra de Manuel Tolsá, que estaba pintado de un desangelado color crema. Ahora asombra con sus imponentes columnas color coral, de pulida escayola que semeja mármol y sus paredes de hoja de plata. Asimismo, le devolvió el esplendor al coro con su notable sillería labrada, y creó la capilla del Santísimo, una auténtica obra de arte contemporáneo, en un pequeño espacio adjunto al altar mayor que funcionaba como bodega.
Hoy vamos a tener oportunidad de gozar con todos estos portentos; a las 12 horas se celebra la misa Pater Noster, para coro mixto y quinteto de saxes, compuesta especialmente para esta ocasión por José Luis Guzmán Wolffer. El motivo es celebrar el jubileo, a 800 años de la confirmación de la orden de predicadores. La invitación muestra el hermoso cuadro la Resurrección de Cristo, del dominico Alfonso López de Herrera, uno de los grandes pintores del siglo XVII, aunque poco recordado. La obra la resguarda el Museo Nacional de Arte.
A las restauraciones mencionadas hay que añadir la hermosura de los altares laterales al principal, verdaderas joyas barrocas recubiertas de hoja de oro, con exquisitas tallas. Las capillas laterales no se quedan atrás. Una de ellas alberga al Señor del rebozo, bella talla española del siglo XVII, que tiene fama de ser muy milagroso. Por los favores recibidos se le lleva una de esas mexicanísimas prendas, muchas de los cuales adornan la capilla que lo custodia. Admira apreciar la gran escultura de Cristo rodeada de rebozos.
La figura que se veneraba en el convento de Santa Catalina de Siena, de monjas dominicas, tiene una conmovedora leyenda. Hace unos años el padre Julián Pablo creó la Cofradía del Señor del Rebozo. Para las participantes diseñó una hermosa medalla de plata, que pende de un listón morado, misma que voy a portar hoy, por supuesto con un rebozo.
Al concluir la misa, con el espíritu satisfecho por todas las maravillas que vimos y escuchamos, vamos a satisfacer el cuerpo. A unos pasos, en Belisario Domínguez 72, se encuentra la Hostería de Santo Domingo. Quizá su mayor atractivo es su colorida decoración y ambiente tradicional. Para la comida váyase por lo sencillo; para botanear, las quesadillas surtidas, mis favoritas son las de huitlacoche y las de flor de calabaza. Después un puchero y de postre la natilla.