uelvo a recomendar, por su vigor y actualidad, la lectura de El talón de hierro, una de las obras más importantes de Jack London, gran novelista y socialista del siglo pasado que formó generaciones de jóvenes y fue elogiado entusiastamente, entre muchos otros, por Emile Zola y León Trotsky.
En esa obra, escrita en 1908, London describe con visión profética adónde puede llevar a la humanidad la aplicación consecuente de la democracia
y la ley del mercado –que constituyen la base de la ideología estadunidense– y nos pinta un mundo atroz regido por una minoría exigua de privilegiados, con sus pocos sirvientes bien pagados, y en el cual viven en la miseria y la virtual esclavitud millones de subseres humanos, carentes de todo.
Este gran libro, publicado durante la Belle Époque, anticipó en casi tres décadas el nazismo y la barbarie que se impusieron ya con los campos de concentración y exterminio del nazifascismo y los gulags estalinistas, y con el aniquilamiento de ciudades inermes como Hiroshima y Nagasaki o la alemana Dresde, y está anticipando lo que sucedería si el capitalismo no es contrastado.
La forma en que se reconstruyó la economía capitalista después de la Segunda Guerra hizo que esa barbarie hasta ahora se evidenciara casi exclusivamente en el mundo colonial o dependiente (los conflictos bélicos de Corea, que destruyó Corea del Norte; de Vietnam, Laos y Camboya, cuyas secuelas ecológicas y sociales se pagan todavía hoy, y de independencia en Argelia, que mató un décimo de la población árabe; la destrucción de Palestina por Israel; el genocidio en Burundi; millones de muertos entre los desplazados por hambre en África, y otros millones de derivados del sida).
Pero el capitalismo no se ha recuperado de la más reciente crisis, que comenzó en los 80, ni siquiera gracias a la incorporación plena al mercado mundial capitalista de Rusia y de China, que le dio la posibilidad de explotar a más de mil millones de nuevos asalariados sin sindicatos ni derechos elementales y con salarios y condiciones de trabajo terribles.
El intento de recuperar a cualquier costo la caída de la tasa de ganancia provocada también por las nuevas y costosas tecnologías reductoras de la mano de obra necesaria y, por consiguiente, de la masa de consumidores y sus ingresos, lleva hoy en todas partes a la eliminación de derechos democráticos y laborales (Estados Unidos, Italia, Francia, México con los gobiernos del PAN o del PRI, Argentina con Cristina Kirchner o Mauricio Macri, Brasil con Dilma Rousseff o con Michel Temer).
A eso se agrega la explotación desenfrenada de los recursos naturales y bienes comunes que, como se sabe, no son infinitos ( fracking petrolero, expansión de la minería a costa de la agricultura y de la destrucción de comunidades campesinas, extracción sin medida de peces y minerales oceánicos, extensión de monocultivos a costa de plantíos alimentarios campesinos –como el caso de la soya–, control de la agricultura mundial y de los mares por las trasnacionales).
Como si estos atentados contra el modo de vida de la inmensa mayoría de la humanidad no bastasen, asistimos también al cínico abandono de los esfuerzos por reducir las emanaciones de gases (salvo en China, donde la producción de energía sobre la base de carbón algo se redujo debido al grado elevadísimo de contaminación en las ciudades, que las hacía invivibles). Las temperaturas extremas desertifican amplias regiones del globo, provocan sequías bíblicas y, con la pérdida de vegetación y la elevación de las aguas costeñas, trágicas inundaciones, disuelven los hielos polares y los glaciares, fuentes fundamentales de agua dulce, reducen el caudal de los ríos. Los mares recalentados originan enormes tornados y tifones, modifican sus corrientes, ven desaparecer centenares de especies. Las bases de la civilización actual están siendo destruidas y las perspectivas para un futuro no muy lejano –incluso si no hubiera una catástrofe militar generalizada– incluyen migraciones del hambre aún más masivas que las actuales, aumento exponencial del chauvinismo y de la xenofobia, cierre de fronteras, caídas en los niveles de vida y sanitarios de hace varios siglos, retroceso brutal en la cultura, incluso en los países más ricos.
Todo lo que nació, muere. El capitalismo, nacido hace siete siglos, está en su fin, pero no se derrumbará. Más bien se pudrirá aún más, pero de pie y tambaleante, y se defenderá a cualquier costo explotando a muerte, oprimiendo, dominando, concentrando cada vez más en pocas manos la riqueza producida por todos. Un sistema socioproductivo no muere si no tiene quien lo entierre. La decadencia del mundo antiguo y del imperio romano duró varios siglos, durante los cuales desaparecieron el modo de vida, la cultura y hasta las carreteras hechas para durar miles de años. Antes, Babilonia –que hoy es una vasta ruina en medio del desierto y a kilómetros del río que le permitía ser puerto–, casi había desaparecido debido a la desertificación producida por el monocultivo, los tributos al Estado y a los sacerdotes y el comercio. Angkor, Teotihuacán y las ruinas mayas o incaicas testimonian el derrumbe de civilizaciones causado por grandes cambios ecológicos y sociales y cuyos pobladores cayeron en la semibarbarie.
Ser anticapitalista, por lo tanto, es simplemente ser realista, ver lo que sucede. Luchar contra el capitalismo es indispensable si se quiere salvar la vida de miles de millones de personas y la base natural de la civilización, porque en una barbarie generalizada quizás subsista una parte de la especie humana, pero viviendo en condiciones terribles e inaceptables. Luchar contra el capital, el egoísmo y el deseo de ganancia a cualquier costa no sólo es algo impuesto por la autodefensa y la defensa de las bases ambientales de la vida socialmente organizada, sino que es sobre todo un deber ético.