pesar de su carácter esencialmente grotesco, la reunión celebrada el pasado viernes en el Congreso de Nuevo León –donde diputados del Partido Acción Nacional e integrantes de la Unión Neoleonesa de Padres de Familia (UNPF) propusieron mutilar o quemar los libros de texto gratuitos que incluyan información sobre sexualidad y métodos anticonceptivos– representa un verdadero atentado contra la inteligencia, la razón y el mero sentido común. En primera instancia, resulta difícil concebir que una idea tan oscurantista pueda ser formulada seriamente ni siquiera en el peculiar entorno de un cónclave de conservadores, donde por definición abundan las convicciones poco avanzadas. Pero si se toma en cuenta que la mayor parte de los participantes en la reunión eran legisladores (es decir, representantes de la ciudadanía y encargados de producir normatividad jurídica), así como padres y madres (o sea, encargados primarios del cuidado y la formación de los niños), lo más prudente es sustituir el estupor por la preocupación.
Si la práctica de quemar libros de texto con el argumento de que son dañinos para los lectores parece aborrecible en la literatura (un libro es un arma cargada en la casa de al lado
, decía el capitán Beatty, encargado oficial de incinerar libros en la novela Farenheit 451, de Ray Bradbury), resulta mucho más ominosa en la vida real. La quema de libros en abril de 1933 en la Plaza de la Ópera de Berlín (que ahora se llama Bebelplatz), donde se hizo una pira con miles de ejemplares arrebatados a distintas bibliotecas públicas y privadas de la ciudad con el argumento de que eran nocivos para el espíritu alemán
, fue un anticipo de la barbarie que no tardaría en extenderse desde ahí al resto de Europa y parte de Asia y África. No es ese el único ejemplo que existe sobre las consecuencias históricas de quemar libros en nombre de una dudosa integridad moral, pero probablemente sea el más significativo por sus alcances.
Porque, efectivamente, la premisa de la cual partieron los asistentes a la junta llevada a cabo en el décimo piso del Congreso neoleonés fue que el contenido de los textos utilizados en nuestro país para educar en los niveles de prescolar, primaria y secundaria es intrínsecamente inmoral. Es cierto que tal vez por mesura, o quizá para evitar la polémica que el término podría desatar, la palabra inmoralidad no fue utilizada de manera explícita, pero tampoco hace falta demasiada perspicacia para advertir que esa es, en el fondo, la acusación que pesa sobre los libros de texto gratuitos desde el punto de vista de los asistentes a la reunión comentada. Cuando la presidenta de la UNPF expresa su convicción de que a los niños no se les puede hablar de sexualidad en ningún punto
, no está objetando el carácter abstracto o ininteligible del tema, como sería el caso de alguien que se opusiera a enseñar física cuántica en prescolar aduciendo que los educandos son muy pequeños para entenderla: está negándose a que reciban esa información porque la misma tendría la propiedad de vulnerar el sentido del decoro, la decencia y posiblemente la intimidad de los niños.
Se dice –atinadamente– que hay concepciones muy diversas del mundo y que todas ellas merecen consideración, pero es preciso reconocer que algunas de ellas parecen surgidas de las etapas más sombrías de la humanidad, cuando en Occidente la didáctica moralizante de la Iglesia católica remitía la sexualidad al abismo de lo innombrable, con su legión de íncubos, súcubos y demás criaturas espantables. Las consideraciones vertidas por los concurrentes a la junta neoleonesa de diputados, madres y padres, en la cual la opción de arrancar las páginas inconvenientes
de los libros de texto gratuitos parece hasta civilizada frente a la alternativa de sencillamente quemarlos, merecerían figurar en los anales de la extravagancia, si no fuera porque el espíritu de atraso e intolerancia que las anima causa más inquietud que gracia.