omo en una noria infinita, en el mundo agrario mexicano se escucha a la sabiduría campesina decir que el que asegunda es buen labrador. Así, en Palenque, año tras año desde hace casi un cuarto de siglo, la arqueología mexicana reúne ese estilo personalísimo –mezcla de pasión y curiosidad académica; de modestia y de sapiencia histórica, estética, iconográfica– con un hondo sentido humanista, lo que la convierte en paradigma de lo que debiera ser un axioma en el medio académico: que la humildad, y una incombustible capacidad de asombro, son las semillas de la auténtica grandeza.
Allí, en la ciudad maya de la selva, está agavillado un grupo de estudiosos encabezado por Arnoldo González Cruz que encarna el espíritu del magisterio más universal. Contra todo lo que se observa en el mundo hoy día, con paciencia, tesón y compromiso tienen alejada la idea de lo efímero. Aquí todo es trascendente. Llevando sus pasos cotidianos al Templo de las Inscripciones de Palenque perfilan el alma de una fecunda vida dedicada a indagar lo más humano del arte de nuestros ancestros. Nunca olvidan que para los mayas el artista era un ser predestinado que sabía dialogar con su propio corazón
para introducir en plazas, estelas, braseros y edificios el simbolismo de la divinidad. Como individuos, como académicos y como instituciones, saben que la imaginación histórica, el entendimiento y la comprensión, son las vías doradas hacia el auténtico conocimiento. Con su trabajo nos incitan a permanecer firmes en las riberas del pasmo, a ser curiosamente inquisitivos con nuestro patrimonio cultural: a amarlo y preservarlo, para así legarlo a las futuras generaciones. Esa noción les permite comprender y conversar con el arte mesoamericano, con el patrimonio y la grandeza de México.
Dentro de su vasto legado, uno de sus más grandes aportes ha sido imbuir en nuestro medio la necesidad de un frente cada vez más amplio de especialistas y disciplinas para proteger de los peligros del olvido, mucho más amenazantes que las incidencias meteorológicas y naturales, a las obras del ingenio y de la imaginación de los antiguos mayas.
Hace unos días los arqueólogos de Palenque nos dieron a conocer cuánta razón tenían los escribas del Popol Vuh cuando en el siglo XVI escribieron que así tuvo lugar la puesta en marcha de las aguas/ cuando aparecieron las grandes montañas
. Después de años de perseverante trabajo ya nos pueden decir con convicción que el origen de esta corriente de agua, manantial de vida, fue el punto de partida desde el que se erigió el Templo de las Inscripciones para asociar a Pakal con el manantial de agua
. Fuente redonda desde donde nace el agua primigenia y donde se cierra el ciclo de la vida
.
Sabemos así, ya con certeza, que el Templo de las Inscripciones es el espacio sagrado que conecta los tres niveles del universo: el celeste, el terrenal y el inframundo. Este edificio emblemático es también una metáfora de la montaña sagrada. En su interior se encuentra la cueva sagrada donde en tiempos míticos fueron depositados los granos primordiales de maíz. La cámara funeraria donde se encontró a Pakal es el símbolo de esta cueva. Teniendo como fuente el manantial, en su interior renacerá el gobernante como dios del maíz tras derrotar a los señores de la muerte en el inframundo. Así podrá expresar a los cuatro vientos del universo de los mayas: Yo sol el Sol, yo soy la Luna,/ para el linaje humano
.
Buenos labradores, los arqueólogos liderados por Arnoldo González Cruz saben que hay que asegundar para encontrar las rimas del mundo. El marco natural de la selva, la bruma del amanecer, la luz del sol, todos los elementos se condensan en la obra de los mayas de Palenque para dar vida al ritmo del universo. La noria de su conversación logró encontrar la realidad del verso de Octavio Paz cuando, en 1962, en Noche en claro, nos susurra: Mira abajo correr el río de los siglos/ el río de los signos
. Sí, gracias a la arqueología mexicana la eternidad, esa obsesión humana, en Palenque parece estar al alcance del tiempo.