onforme avanzó la señorita Gámez en su solitaria, y apasionada, más que obsesiva, práctica de las indosmesticables sonatas para piano de Alexander Scriabin, primer músico en la historia que dio luz y color a los sonidos, a Oblato se le fue dificultando canturrear lo que escuchaba. Si imitaba los agudos, las muecas lo volvían un poco Charlie Chaplin. Pronto ya no pudo reproducir vocalmente la música. Después de la tercera sonata se empezó a extraviar, y cuando Susana Gámez llegó a La misa blanca, La misa negra y Vers a flamme, Oblato optó por el silencio, de una manera que resultaba aún más inquietante que los tarareos disonantes y los silbidos de angustia. Ese indio simple y benigno estaba poseído por la música del piano.
Ya entonces había radios en todas partes, y comenzaba la televisión, pero Oblato no les prestaba atención. En el rancho sí, el radio de mamá Bertina que sonaba puras norteñas, y bien que le gustan y las cantaba sin entender las letras en castellano. Traía la música por dentro, aunque fuera pasivo y pareciera bobo.
Su encuentro con el sonido pulcro y hondo del piano, la riqueza de melodías, la prístina cuerda floja en que se le suspendía el ser durante las sesiones matinales de Susana hicieron de Oblato un viajero a las estrellas. Deambulaba entre los vivos pero no tenía allí la cabeza. Ah, pero las flores. Desde febrero o marzo asomaban las más blancas, los anturios, tan sexuados, los narcisos, los galantos, los pensamientos y las rosas claras. Después de mayo aparecían violetas, girasoles, tulipanes. A partir de agosto, iris, gardenia, fresia, jazmín, magnolia. Todo el año rosas rojas, nube, la rudeza innecesaria del geranio. Jacinto había implantado con tino en los umbrosos árboles del fondo una colección de orquídeas que se volvieron el orgullo de la patrona. La señora Berdejo se deleitaba en mostrar a los visitantes las orquídeas de su paraíso, sin mencionar nunca a los jardineros de nombres que ni recordaba.
La mente inescrutable de Oblato obró una alquimia donde las flores una por una, pétalo por pétalo, de capullo en capullo, se transformaron en música. Materializaron los sonidos que Oblato ya no pudo emitir por la voz. Jacinto el jardinero notó que los dedos de Oblato tocaban con delicadeza infinita los órganos y los instrumentos de las flores, y ellas obedecían a los cuidados del muchacho. El jardín de la señora Berdejo se puso más bonito que nunca. Cogió fama, las otras residencias de La Cruz mandaban a sus jardineros y peones a sonsacarle a Jacinto sus secretos, pero qué iba Jacinto a explicarles, si lo principal dependía de su ayudante que no decía palabra alguna, era un simple, un loco, un pobrecito.
La transmigración de los colores comenzaba con la llegada de la luz. Oblato ya laboraba al pie de los tallos antes de asomar sus dedos la aurora. En punto de las diez, exacto como metrónomo, se tendía al pie del zaguancito de Susana Gámez y se iba con Scriabin a volar, contándole a su mente todo lo que le dijeron las flores esa mañana.
Susana logró perfeccionar casi todo el repertorio de las sonatas. Se sintió lista para volver a la capital y someterse a una pulida final con la maestra Rodríguez, tan sagaz para los románticos, y luego ofrecer la serie de recitales a la dirección de Bellas Artes, donde previsiblemente le dirían que no, de entrada, que a Scriabin no lo entendía el público. Iba preparada con argumentos en su favor, confiaba en ellos, y en las palancas de la maestra Rodríguez.
Llegado el día empacó, cerró la tapa del bello Steinway que heredó de su padre y acompañada de Tula se dirigió a la terminal. Como los caballos o los perros, Oblato intuyó la excitación previa al viaje, y cuando las mujeres salieron a la calle las siguió de lejos. Vio a Susana subir al autobús y allí se quedó, otra vez en los basureros de la terminal. Tula fue la última que lo vio, cuando se encaminó de regreso a La Cruz. Sin piano, sin música, las flores perdieron su para qué y Oblato se marchitó rápidamente. Nunca más se supo de él.