a noticia no es nueva: año con año, desde la aparición de Internet a fines de los 90, los grandes tabloides del mundo contemporáneo han ido perdiendo lectores en sus ediciones en papel. Entre 1998 y 2015, The New York Times redujo su circulación 25 por ciento; The Washington Post descendió aún más, al igual que Los Angeles Times. Hace ya tiempo que el ecuánime The Christian Science Monitor de Boston tuvo que cerrar su edición impresa, y ahora aparece a diario sólo en versión digital (y se publica en papel como un semanario); recientemente The Independent en Inglaterra corrió con una suerte similar. Le Monde en París y The Times en Londres tampoco han logrado sortear el desafío; sus antiguos y asiduos suscriptores envejecen y son cada vez menos.
De manera simultánea, todos y cada uno de estos diarios han visto aumentar los índices de sus lectores en Internet prácticamente de manera estratosférica. The Guardian, que acaba de atravesar por una crisis de restructuración, es leído por más de 40 millones de personas al mes. Y otros tantos hacen clic en nyt.com, la página digital del The New York Times. El País pasó de llamarse El periódico de la mañana
a El periódico global en español
, acaso para referirse a sus lectores de manera más directa en todo el mundo.
El dilema reside, hasta la fecha, en que la distribución y venta directa en papel representa para todos ellos una parte fundamental de sus ingresos, y sólo unos pocos, como The Wall Sreet Journal, especializado en finanzas, han logrado hasta ahora aumentar el número de sus suscriptores en la red. Aunado a este súbito descenso de sus finanzas, la publicidad ha empezado a escasear notablemente. Aun cuando la cantidad y la demografía de sus lectores aumentaron exponencialmente en el espacio digital, están fuera de la competencia frente a las industrias monstruo del mundo cibernético: Google, Facebook, Twitter, Instagram, Whatsapp, etcétera. Y ya en los años 90, la televisión abierta había absorbido gran parte de los anunciantes que recurrían tradicionalmente a la prensa, ni hablar de la televisión por cable.
Para entender la complejidad del problema, es decir, el hecho de que cada vez más diarios emigren exclusivamente a la circulación digital, es preciso tomar en cuenta que la impresión y la circulación en papel absorben la mayor parte de los gastos de la producción de un periódico.
En un perspicaz artículo, Mario Martínez Molina recordaba hace poco una sentencia con la que hizo gracia hace años el cómico estadunidense Stephen Colbert: Los periódicos han muerto. ¿Dónde van a publicar su obituario?
Ha pasado más de un lustro y Colbert, al parecer, no estaba del todo en lo cierto. ¿O lo estaba?
La primera reacción de los editores de periódicos fue tratar de adaptarse a las circunstancias de la red. Algunos, los menos, ofrecen toda la edición digital sólo bajo suscripción; la mayoría han intentado recaudar fondos por la lectura de alguna de sus secciones. Hasta la fecha los resultados son más que magros, y a mi parecer, lo seguirán siendo. La razón es bastante compleja, aunque se puede resumir en una frase: los dispositivos digitales son, al menos en su versión actual, medios viscosos, medios que anulan la posibilidad de la ilusión del acontecimiento.
Ya en los años 30, Karl Kraus, el formidable crítico vienés de la escritura del periodismo, lamentaba una característica central de la lógica inscrita en su producción: ¿Es la prensa un mensajero? No, es el acontecimiento. ¿Es tan sólo una narrativa? No, contrae parte de la vida. No sólo plantea el problema de que el auténtico acontecimiento se reduzca a la noticia sobre el acontecimiento, sino que propicia esa intimidante identidad, en la cual se crea la ilusión de que los hechos deben ser narrados antes de que existan
.
Por más que esta sea la más certera de las ilusiones creadas por los tabloides, en la esfera digital las cosas marchan a la inversa. Ahí todo tiende de antemano a la perspectiva del acontecimiento: desde las fotos que subyugan la hipertrofia del yo
en Facebook e Instagram hasta las campañas que rigen a la ilusión de dotar de presencia a lo que no existe. Pero en el lugar donde todo tiende a la promesa del acontecimiento, el resultado final es la anulación del acontecimiento mismo, el acontecimiento-cero, la viscosidad absoluta.
Un periódico, de acuerdo con Walter Benjamin, es un instrumento de poder. Pero lo es porque afirma identidades políticas, sociales y morales. Hace posible el conflicto, y con ello el lazo social y la producción de presencia. La vida como una extensión de afini-dades no individuales. El concepto mismo de opinión pública, dice Kraus, es un equívoco. Las opiniones son siempre individuales. Lo que el público reclama son los juicios, y ellos deben responder a una identidad. De lo contrario son sólo derrames.
En otras palabras, en el mundo de esta condición, el acontecimiento no se encuentra en la red, ahí sólo existen lectores moleculares; paradójicamente se desplaza hacia su afuera. Y ese afuera se encuentra en el objeto mismo: la cartografía que proporciona el objeto-periódico.
Tal vez producir periódicos en papel sea una empresa tan resilente (y estrictamente simbólica) como lo fue la edificación de las pirámides en Egipto. ¿Pero no acaso bien vale Egipto sus pirámides y sus papiros?
Una hipótesis personal: frente a los medios viscosos, el anacronismo del objeto hará sobrevivir a los periódicos que sepan permanecer en papel.