De cifras reales que despierten conciencias
esde mi descubrimiento de que existe una ciencia del hombre, la antropología, coincidente con mi participación en brigadas internacionales de izquierda, me sorprendían los parámetros usados por los censos para medir la composición de nuestra sociedad en estratos más o menos privilegiados, porque me parecía absurdo usar los mismos para comparar las zonas rurales e indígenas con las urbanas y los suburbios. La pobreza, en estos últimos, es radical e inhumana cuando faltan electricidad y agua corriente, viviendas amplias en materiales sólidos, calles pavimentadas, transporte, empleos justamente pagados, mercados y autoridades del orden público eficaces e incorruptas.
En cambio, en las zonas rurales, si bien la electricidad es algo importante, el agua pura a que tienen acceso las comunidades no siempre necesita ser entubada hasta las casas, puede hacerse hasta esquinas de las zonas habitadas, la tierra sana en la que cultivan los alimentos tradicionales sólo debe preservarse de las semillas adquiridas, fertilizantes y herbicidas, la naturaleza que manejan de manera sustentable, no debe modernizarse so pretexto de proyectos del llamado desarrollo, las vías de comunicación deben ser aprobadas por el autogobierno local salido de su democracia tradicional y, cuando pidan apoyo para escuelas, centros de salud, actividades productivas o mejoras materiales, es necesario dejarles la autogestión. Una comunidad o poblado rural que reúna estas características no será más pobre que si le hubieran instalado drenaje, el que es innecesario donde lo natural siempre ha sido reciclado, incluidos los desechos humanos que, al romper el ciclo, provocan plagas incontrolables, sobre todo en los poblados asentados sobre pendientes. Tampoco es progreso pavimentar callejuelas empinadas, que antes se transitaban de arriba abajo por escalones macizos de barro con varas, pues en las resbaladillas de cemento muchos se rompen huesos o dejan la vida. Igualmente insensato es imponer casas de material con techos de lámina para sustituir las de adobe con tejado, pues la lámina es helada de noche, ardiente bajo el sol y escandalosa con la lluvia, mientras que las segundas son térmicas y bellas. Pavimentar los patios donde paseaban y se alimentaban de yerbas e insectos los animales de cría, sacrificando árboles centenarios, sólo acabó con las hortalizas circundantes, pues los patios se lavaron con detergentes. Mientras la introducción de la modernidad en envoltorios de plástico convirtió en muladares los campos, donde la cultura del desperdicio no existía y la gente todavía no sabe deshacerse de lo que podría tener alguna utilidad.
La miseria en el campo la llevó la ciudad con su modernidad y la miseria en las urbes la trajo el campo con la migración. Pero, cualesquiera sean los parámetros que se usen, la miseria es imposible de maquillar, está aquí entre nosotros gritando cada día su existencia, construida con paciencia gubernamental y trasnacional so pretexto de la inevitable globalización. Por eso, insisto en que el único parámetro ciento por ciento válido para medir la miseria es el acceso o no a la alimentación suficiente, sana, de buena calidad y de acuerdo a las costumbres y tradiciones de las personas y las comunidades. Porque, si nuestros pobres se alimentaran de este modo, significaría que tienen empleo u ocupación justamente pagados, acceso a la educación y maestros que, además de alfabetizar en español y enseñar otras materias, transmiten los conocimientos tradicionales en sus lenguas originarias.
Pero esto no lo entienden las clases privilegiadas que constituyen el gobierno en todos sus ámbitos y sus asesores académicos, porque siempre tienen la panza llena (por fin lo dije sin ambages ni elegancia). Aunque, tal vez, ¡quién sabe! con la alimentación por delante de los parámetros clásicos, algunos tomen conciencia de que la única manera de combatir la pobreza está en poner un alto definitivo a todas las prácticas que afectan la producción y el acceso a los alimentos, como son la desforestación indiscriminada, los monocultivos y las industrias extractivas que contaminan los mantos freáticos, entre las más nefastas y sin olvidar el desempleo y los salarios.