os leo y pienso; en los tiempos que corren nuestra nación mucho le debe a la infinita calidad de los trabajos arqueológicos en México-Tenochtitlán. Manuel Gamio a principios del siglo XX, Eduardo Matos Moctezuma desde hace por lo menos cuatro décadas, Leonardo López Luján en el siglo XXI y un equipo de académicos que incluye a Felipe Solís, Carlos Javier González, Bertina Olmedo, Raúl Barrera, nos recuerda que el tiempo de los hombres no es efímero. Así, con ellos, hemos aprendido a leer en la historia para convivir con la memoria. Ellas se guardan en cada piedra, en cada trazo. Por su enseñanza hoy sabemos que sí es posible hallar el equilibrio. En el valle de México del siglo XIV el agua es la balanza.
La región más transparente del aire era, en tiempos primordiales, un enorme lago, real mosaico de agua, de lagunas. Al filo de los tiempos cada cuerpo de agua recibió el nombre de la más notable población erigida en su cercanía. Así rezaba el caudal de letanías nombrando al Lago de Texcoco, al de Chalco, al de Xochimilco, al de Zumpango. En los tiempos de lluvia el primero vertía sus linderos sobre sus hermanos menores convirtiendo al valle en inmenso espejo de agua, ombligo del mundo.
Hacia este legendario paisaje iniciaron los aztecas su peregrinar desde Aztlán, lugar de garzas que se esconde en la infinitud del tiempo. En la cumbre del Coatepetl, cerca de Tula, encontraron lo que hay detrás del espejo de la imagen: la luz que le permite vivir a nuestros mitos, las sombras que permiten la continuidad de la vida. Allí encendieron por vez primera el fuego nuevo. Allí nació Huitzilopochtli, señor y dios de la guerra que llegó al mundo para combatir al enemigo. Allí, ellos mismos se dieron el nombre de mexica. Al cabo de estaciones y acechanzas, el 13 de abril de 1325, un eclipse marcó el símbolo de la fundación de Tenochtitlán. Así se dio paso a una vida cuyo ritmo congrega lo florido del día con el fruto nocturno.
En su máximo esplendor México-Tenochtitlán es una ciudad de ciudades que cobija a más de 100 mil habitantes. Los trabajos y los días se organizan de acuerdo al calendario ritual. Es incesante el trajinar de hombres, mujeres y productos en parcelas y canales.
La clave de esta peculiar manera de controlar a la naturaleza de los lagos son las chinampas, sementeras que asemejan islas flotantes que florecen gracias al ingenio agrario y a la habilidad en el manejo del agua del pueblo mexica. La simiente de las islas se enraizaba con troncos de ahuejotes que, al tiempo, presumían el verdor de sus retoños hasta que se convertían en los alargados árboles de fronda menuda que hasta hoy son el alma del paisaje. Así, maíz, calabaza, frijol y guajolotes tienen en el calendario su semilla.
Los mexicas fueron grandes artistas. Crearon la Piedra del Sol entre sus obras de mayor grandeza y significado labrándola de basalto y pintándola de azul, rojo y oro. En la monumental escultura se nos cuenta el mito de la creación del pueblo mexica por sus dioses al llegar a la vida el Quinto Sol, cuando el gran astro del mundo se alimenta de los corazones a él sacrificados y, por fin, no detiene su andar infinito por el firmamento. De ese movimiento perpetuo nace el hombre nahua que en permanencia será dotado del maíz como alimento.
La doble naturaleza de la Coatlicue recuerda que vida y muerte, nacimiento y sacrificio es una sola esencia. Círculo perfecto de la energía del mundo representado en esta mujer, a un tiempo águila y serpiente, atavío atado en calavera. Mujer diosa, mujer madre, mujer tierra.
La Coyolxauhqui es movimiento pintado en rojo, en oro y en azul, es un círculo que contiene el universo entero. Sobre ella caían los sacrificados en la cúspide del Templo Mayor. Al tocar la superficie de piedra de la diosa en ella misma se transfiguraban para cumplir el destino de los guerreros capturados en combate: con su corazón se alimentaba al Sol, Huitzilopochtli.
La Tlaltecuhtli es gran señora de la tierra, progenitora y, a un tiempo, devoradora de todas las criaturas del universo mexica. Pintada en rojo, negro, amarillo, azul y blanco es fuente que permite mantener el universo con vida. De ella nacieron el orden, las plantas, la humanidad; dadora de la fertilidad que al haber sido muerta, explota de vida. Ser devorador que nutre y hace vivir la tierra que, con el Sol, se reparte el imperio del mundo. Ella traza el ciclo sagrado de los mexicas en el que la vida engendra a la muerte y de la muerte renace la vida.
Por el inmenso trabajo de Gamio, Matos, López Luján y de generaciones de arqueólogos, restauradores y museógrafos que desde hace un siglo los han acompañado en sus trabajos cotidianos, sabemos que la gran ciudad de México-Tenochtitlán fue instaurada como un sofisticado universo cultural que vivió, en apenas dos siglos, en florecimiento permanente.
Sí, gracias a que los arqueólogos establecieron la gramática para leer en el inmenso juego de los círculos del tiempo y la memoria, hoy los mexicanos podemos vivir, a cada instante, conociendo del ingenio y los símbolos de la grandeza de nuestra historia. Vayamos a leerlos. Allí está todo. En sus páginas encontramos los signos que aquí, y en nuestro tiempo, se explican. ¿Cómo si no podríamos conmover los cimientos del cielo?
Twitter @cesar_moheno