a música que salía por debajo de la puerta era dulcísima. Oblato lo descubrió de nomás llegar al barrio rico de La Cruz, es decir, cuando encontró trabajo de peón en el jardín de la señora Berdejo, usurera y rentista, quien nunca le dirigiría la mirada, si no era más que un indito, de los mismos que de niña aprendió a domar, enseñada por su padre, Constantino Berdejo, de temible memoria. Oblato había tenido que dejar su pueblo de origen por envidias que le hacían la vida un peligro. Era, cómo decir, muy distraído. Daba la impresión de vivir en la Luna. De niño fue objeto de burlas, de adolescente los demás muchachos comenzaron a temerle, con el agravante de que las solteras le prestaban una atención cariñosa que ninguno de ellos merecía.
Mamá Bertina se dio cuenta que eso podía ponerse peor, no fueran a lastimar al pobre de su hijo, y un día que lo apedrearon le ordenó, vete la ciudad y busca trabajo. Así, como si fuera fácil. Él que ni hablaba castellano. Bertina lo trepó a la combi, le dio un rollito de 500 pesos, le dio la bendición y lo dio por perdido cuando la combi arrancó llevándose a Oblato. Tan inocente, pensaba Bertina. Los hermanos mayores lo trataron siempre como un tontito, pero su madre sabía que no lo era.
Con esa inocencia de página en blanco, Oblato encontró donde dormir desde la primera noche en la ciudad señorial, si bien entre botes de basura junto a la terminal de autobuses. Al otro día preguntó para el mercado, andando se orientó rápido, impresionado del gentío. Carros, ruido, aparadores, comida, iglesias a cada rato. Siguió pernoctando entre basura pero en el mercado, así que parte era comida fresca, no mala para su paladar sencillo pero fino, como la gente de su tierra.
Un enganchador lo detectó pronto y le hizo plática regalándole plátanos. Oblato le contó de su llegada en su propia lengua, y el enganchador le entendió; también se dio cuenta de que ese indio estaba medio ido, se veía demasiado bueno, no iba a servir para las fincas. Se le ocurrió ofrecerlo por las casas de La Cruz. Jacinto, jardinero de la señora Berdejo, lo tomó. Hablaba su idioma. En su malicia racista, el enganchador adivinó en Oblato materia para mascota humana. Recibió comisión, poca, pero quedó bien con la casa Berdejo.
Llegado al servicio de la residencia, instalaron al muchacho en una barraca con letrina en las orillas del predio. Al tercer día Jacinto lo sacó para arreglar los setos que daban a la calle y lo tuvo allí sin hacer nada, para que lo viera trabajar. Oblato se distrajo enseguida por un sonido inaudito que brotaba de la casa contigua, más discreta y modesta, con puerta de madera dando a la calle. Nunca había oído un piano. Lo invadió de pronto el sonido de un Nocturno de Chopin interpretado con pasión y destreza. Pero qué iba a saber Oblato de eso. Viendo que Jacinto no lo miraba, absorto en la poda, se arrimó a la puerta de donde salían esos sonidos irresistibles. Se recostó en el suelo bocarriba, pegada la oreja a la rendija entre la puerta y el piso del zaguancito. Nunca se sintió así. Se acordó de los pájaros en la ranchería, de su canto. Y sobre todo por esa manera desconocida de volar que lo invadió. Allí tendido en la banqueta, mirando a las nubes y las ramas altas de los árboles, Oblato volaba como quizá nunca nadie antes en el mundo lo había hecho con los Nocturnos de Chopin.
A saber cuánto pasó tirado en el umbral de la señorita Gámez, maestra de piano, hasta que Jacinto le apretó el hombro y le dijo, vente a echar taco. Jacinto, buen hombre, no tardó en comprender que el chamaco era especial, había que protegerlo. Medio simple, apacible, sonriente, con la mirada limpia. Y le descubrió una voz preciosa al oírlo tararear las complicadas armonías que acababa de escuchar bajo la puerta.
A Oblato se le hicieron costumbre a media mañana tirarse en la banqueta para entregarse a las mariposas del piano y tararear el resto del día.
Pronto el vecindario lo conoció como el indito del piano. La gente le daba atole o de comer, sobras. Perdidamente hechizado, él volaba.