Una ruina más
levaba años de no ir por Todosantos. La calle está irreconocible y más atestada de vendedores ambulantes y basura. Como era de esperarse, Santa Brígida permanece en pie. En el atrio, que aún es refugio predilecto de los menesterosos, no vi al trompetista mixe con su niño violinista. A todas horas interpretaban lo mismo: Dios nunca muere. ¿Seguirán tocando juntos? No lo creo. Pienso que el hombre murió de borracho y que el niño –ya todo un joven– emigró al norte. Ojalá que no haya olvidado la música ni su lengua. Sonaba muy bonito, como trino de pájaros.
El Hotel Cairo desapareció. En su lugar hay un gimnasio donde se imparten clases de zumba y danza polinesia. La joyería Cleopatra es depósito de cervezas y el taller mecánico imprenta. La fonda de Genoveva tiene la cortina bajada. En el quicio vi a una muchacha multicolor vendiendo un método para aprender inglés. Mientras ella miraba arrobada la pantalla de su celular, una grabación repetía las mismas frases a ritmo de bostezo: “ ¿How are you?” “Fine, thank you. My name is Lupita: a mexican girl.”
II
La vecindad donde viví y era conocida como el Avispero, es una ruina que funciona como plaza comercial. Sobre algunos puestos leí carteles con la misma demanda: remodelación o reubicación.
Sea cual fuere el arreglo a que lleguen los comerciantes, del Avispero –de su fantasma– no quedarán ninguno de los detalles que de milagro sobreviven: la fuente (convertida en basurero), tramos de herrería y las escaleras que conducen a la azotea.
Allí vivían dos perros muy bellos: Rambo y Killer: buenos guardianes, feroces cuando era necesario. Don Juan Bosco Malo –el poeta– les tenía un miedo terrible, pero se lo aguantaba con tal de subir al departamento que fue de la señora Bona von Bonn. Era muy bonita y se vestía de una manera llamativa. La última noche que la vi llevaba una camisa de tigre, pantalones entalladísimos y pulseras en los tobillos. Al día siguiente la encontraron muerta en su departamento: el 707. Por la forma en que todos en el Avispero comentaban el hecho, creo que se suicidó.
III
No se lo dije a nadie, pero su muerte me causó mucha pena. Cuando Joaquina, la portera, no podía ir a comprarle sus cocas, doña Bona me mandaba al estanquillo. Al volver ya me tenía mi propina y algo de la comida que hubiera en la casa. Allí todo estaba en desorden. En el baño, un pez gordo, disecado, colgaba del techo. Olía horrible, pero doña Bona se negaba a tirarlo porque, según ella, le traía muy hermosos recuerdos de la semana que pasó en Veracruz filmando una película que seguía enlatada como sardina
. Como si siempre fuera nuevo, nos reímos de ese chiste infinidad de veces.
Doña Bona sufría mucho de jaquecas. Sólo se le quitaba tomándose una coca y dos aspirinas. Una vez que estaba buscando con qué abrirle el refresco, me hizo de repente una pregunta rarísima: Niña: ¿te has puesto a pensar qué hacen las casas cuando las dejamos solas?
Dije lo primero que se me ocurrió: Los cuartos se cambian de lugar.
¿Para qué?
No supe qué contestarle y se me llenaron los ojos de lágrimas: recordé que mi padrastro, si no le respondía pronto, me amenazaba con romperme la cara.
Creo que doña Bona adivinó mis pensamientos porque me dijo: Tatiana, prométeme que siempre que estés triste o tengas miedo vas a venir a verme. Si no me encuentras será porque fui a entrevistarme con algún productor de cine, pero déjame un papelito debajo de la puerta.
Muchas veces fui a refugiarme al 707, sobre todo cuando había fiesta en la vecindad. Todas acababan en gritos y golpes. Casi siempre mi padrastro era el que empezaba el pleito. Un vez estuvo a punto de matar a Rafa –el eterno enamorado de Karen, una de las gemelas que se ahogó en un paseo–; otra noche, de puro coraje porque mi mamá no le abrió rápido, estrelló su camioneta contra el portón de la vecindad y se metió hasta la fuente.
IV
Muchos en el Avispero pensaban mal de doña Bona. Unos, por su manera de vestirse, no la bajaban de puta; otros, por su forma de ser, la veían como loca. Ni una cosa ni la otra: sólo era una persona diferente. Cuando tenía problemas –bastante seguido, por cierto– se dedicaba a dibujar flores, a aprenderse canciones o a leer en voz baja un librito forrado con papel de periódico.
Cuando, semanas después de su muerte, el administrador ordenó que desocuparan el 707, vi el librito tirado junto a la cama de la señora Bona. Lo levanté: Poemario. Autor: Juan Bosco Malo. Ejemplar único dedicado a la Diosa de la Noche. En ese momento entendí a qué se debían las frecuentes visitas de don Juan Bosco al Avispero. Hizo la primera cuando alguien le informó que Bona había muerto y el 707 estaba desocupado.
¿Dónde estará el poeta Malo? Desapareció, al igual que los otros habitantes del Avispero. El hermoso edificio que antes fue palacio, claustro, beaterio, hospital, escuela de oficios para niñas, salón de baile, manicomio, hospicio, lupanar, vecindad, ahora es una ruina más.